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¿Ya le contaron a sus hijos cómo fue el asunto de la violencia en Colombia?

¿Ya le contaron a sus hijos cómo fue el asunto de la Violencia en las décadas de los 30 a los 60? ¿No se lo han contado?

Claro, es que a ustedes, los que no pasan de los cincuenta años de edad, tampoco se lo contaron. La razón es muy simple: A nuestros padres y abuelos y bisabuelos y tatarabuelos les dio vergüenza decirnos que en Colombia hubo una guerra que fue llamada “La Guerra de los Mil Días” en la que se enfrentaron liberales y conservadores por una pendejada: por tener el PODER en sus bolsillos. Y escribo en mayúsculas esa palabreja porque es evidente que quien guarda en sus baúles unos cuantos miles de billones de pesos es también el que se embolsa el poder ejecutivo, el poder judicial y el poder legislativo. Nada menos.

Les cuento… La “Guerra de los Mil Días”, que inició en 1899, fue ganada por los conservadores (o godarria) en un fotofinish espectacular, pues de los 300.000 muertos que se calcularon en tres años de matanza, la godarria pasó la línea de meta con apenas 15.000 menos que los liberales (o cachiporros). Ustedes dirán que tan pocos muertos de diferencia ameritaban un acuerdo de empate, una equitativa repartición burocrática que dejara contento a todo el mundo. Pero resulta que nuestros queridos padres y abuelos y bisabuelos y tatarabuelos no habían ido solamente a matar supuestos enemigos políticos para luego repartirse los puestos oficiales. No, señor. Ellos fueron a matar porque necesitaban correr las cercas de sus fincas y quedarse abusivamente con la parcelita vecina.

Como el poder de unos es para joder a los demás, los conservadores ondearon la bandera azul para gobernar hasta 1930, sin darle participación del pastel burocrático a los liberales. Como si eso fuera poco, los persiguieron como a ratas de alcantarilla para eliminarlos con la disculpa de que eran comunistas. ¡Qué falta de imaginación! Hasta los curas, que siempre han llevado al rebaño por la senda de la ignorancia, gritaban desde los púlpitos que «matar liberales no es pecado». Desde entonces los godarria siguió asesinando y enseñándole a sus hijos a asesinar cachiporros, hasta que en 1930 Olaya Herrera, ondeando la bandera roja, llegó para sentarse en el mullido sillón de la Presidencia de la República de Colombia. Pero apenas por cuatro años.

¿Me preguntan ustedes cuál es la diferencia entre liberales y conservadores?

Ninguna, salvo el color de la bandera, que es lo único que diferencia a un grupo religioso de otro. O a un equipo de fútbol de otro que, en últimas, son los mismos dándole patadas al mismo balón.

Y lo digo porque cuando los de la bandera roja subieron al PODER, pero no para gobernar como lo indica la Constitución, sino para perseguir a los de la bandera azul con el fin de matarlos por haberlos perseguido, pero principalmente porque necesitaban correr las cercas de sus fincas y quedarse abusivamente con la parcelita vecina.

Los liberales (asquerosos comunistas, según la godarria fascista de aquella época) quisieron volver a sentarse en el sillón presidencial y se fueron con dos candidatos: Gabriel Turbay, liberal más godo que los mismos godos, y Jorge Eliécer Gaitán, un poquito liberal pero, en realidad, bien populista. Los godos vieron que con Gaitán peligraba su lucrativo negocio de correr las cercas de sus fincas y entonces decidieron borrarlo del mapa nacional (Tradúzcase borrar como asesinar). La gracia le costó a Colombia nada menos que un rosario de matanzas en nombre del partido liberal y el conservador que dejó en ocho años más de cuatrocientas mil tumbas. Los cementerios se convirtieron en la sede de los directorios políticos y las funerarias en el negocio más rentable de este país. Hasta que se inventaron eso del “Frente Nacional” que no fue otra cosa que un acuerdo para repartirse el botín por partes iguales. En esencia fue dejar que los godos robaran cuatro años y luego, en los siguientes cuatro años, robaran los cachiporros.

¿Qué motivó a darnos plomo y machete sin compasión? Ya lo saben: el PODER.

«¿El poder para qué?» Preguntó ingenuamente Darío Echandía. ¡Hombre!, Pues para joder a quienes no lo tienen y, de refilón, perseguir a los contrarios y matarlos con cualquier pretexto, pero principalmente porque necesitaban correr las cercas de sus fincas y... sí, quedarse abusivamente con la parcelita vecina.

El PODER… Es que el poder es el basuco de potentados y políticos, pues el que lo prueba le queda gustando y para conservarlo no importa perder su dignidad, autoestima y vergüenza, ni hundirse en ese profundo pozo de mentiras del que ya no se puede salir.

Pero no vayan a creer que los que mataban eran los grandes ganaderos, los grandes hacendados, los grandes empresarios… No, señor. Ellos lo único que hicieron fue mandar a jalar el gatillo o a asestar el machetazo creyendo que con solo mandar estaban libres de culpa ante los ojos de su Dios. Los que sí se untaron las manos de sangre –desde la punta de los dedos hasta los codos- fueron nuestros tatarabuelos, bisabuelos, abuelos, padres, nuestros parientes lejanos en el tiempo, esos campesinos, obreros, artesanos, minúsculos comerciantes, todos sumidos en una ignorancia que fue propicia para alimentar el fanatismo que en este país es más abundante que las ollas de vicio, esas que la policía no ha podido acabar en los 1.103 municipios de este país marimbo-cocalero.

Ellos también sacaron ganancia de sus actos criminales, pues no tenían nada y de la noche a la mañana aparecieron como los dueños de fincas cafeteras y que les escrituraron gracias a la bondad de algunos notarios. Entonces no nos sorprendamos (o simplemente finjamos sorpresa) si en el fondo del armario de nuestras casas encontramos un papelito que dice que los tatarabuelos, bisabuelos, abuelos o los amantísimos padres salían de noche a cazar,,, no guatines (que esos ya los habíamos extinguido) sino a los contrarios políticos. Sí, lo mejor es que finjamos sorpresa. Después de todo, en la masacre partidista que iniciamos en 1899 -y que muy juiciosos hemos mantenido hasta el día de hoy- hay muy pocas familias que se atrevan a tirar la primera piedra, pues así como todos tenemos un negro y un indígena escondido en nuestros genes, todos también tenemos un criminal escondido en las ramas secas de nuestros podridos árboles genealógicos.

Por todo lo anterior es que cada tantos años nos inventamos otro conflicto con otros protagonistas que se han hecho llamar guerrilleros, autodefensas, paramilitares, en fin: defensores de la democracia y protectores del pueblo. Y hay que agregar a los narcotraficantes, por supuesto, que hacen parte de otra narrativa sin ideología pero que tiene muchas velas en el entierro de lo político.

Bueno, ¿y para qué ha servido toda esa violencia?

Pues yo creo que ha servido para que los liberales sean más godos que los godos y pierdan la memoria. Y los conservadores sean más fachos que Hitler y Mussolini juntos. En cuanto a los comunistas -los verdaderos comunistas de directorio y carné- siguen chorreando la baba de un discurso al que no le han cambiado ni una coma, mientras los progresistas tratan de sacudirse las viejas ideas y hacen esfuerzo por comprender las de avanzada. Pero ahí vamos. Unos y otros, echándole gasolina a una llamita que, gracias a las redes sociales, puede volver a incendiar esta patria que ya no nos pertenece.

NOTA FINAL:

El cuento completo lo consguen en LA VIOLENCIA EN COLOMBIA de Monseñor Germán Guzmán Campos

Otros textos de referencia:

Los años del tropel - Alfredo Molano

Las vidas de Pedro Antonio Marín (Titofijo) - Arturo Alape

Viento seco - Daniel Caicedo

Bandoleros, gamonales y campesinos - Gonzalo Sánchez

Lo que el cielo no perdona - Padre Fidel Blandón

Chulavitas, Pajaros y Contrachusmeros. La violencia parapolicial como dispositivo antipopular años 50 - Gina Paola Rodriguez

Colonización y violencia en el Valle del Cauca

El_Bandolerismo en el Valle del Cauca 1946-1966 Johnny Delgado Madroñero

Mediadores, Rebuscadores, Traquetos y Narcos. (1998). Valle del Cauca 1890-1997 - Darío Betancourth Echeverry

Las cuadrillas bandoleras del norte del Valle, en La Violencia de los años cincuentas - Darío Betancourt Echeverry

Crónica de una vergüenza-El papel de las AUC en el Valle -Adolfo León González Grisales

Si alguien tiene interés en uno o varios de esos títulos, puede solicitarlo en los comentarios. Se lo enviaré en formato PDF

Entre muchas cosas, hay que decir lo mismo pero al contrario

Lo que pasa es que algunos miopes no ven las maravillas de nuestra aldea, pero Roldanillo es el verdadero paraíso terrenal, el único.

Por eso, entre muchas cosas y para no herir susceptibilidades de los dueños de la integridad social y moral, no se debe decir que en la época de la Violencia Política cientos de campesinos de la zona rural montañosa fueron desplazados y despojados de sus parcelas por los terratenientes. Lo que hay que decir es que en unos tiempos difíciles para el partido los respetados propietarios de inmensas haciendas invitaron amablemente a los laboriosos campesinos para que fueran a probar suerte en las ciudades. Lastimosamente esos laboriosos campesinos se volvieron perezosos y no regresaron a sus parcelas, desaprovechando las grandes oportunidades que les brindaba la ciudad.

No se debe decir que aquí hay un incremento de muertes violentas con armas de fuego por causa de la llamada “guerra del microtráfico”. Lo que hay que decir es que, actualmente, se presenta una situación que se sale de lo regular y que merece ser analizada, pues parece ser que existen lamentables discrepancias entre los empresarios de las sustancias que aún no han sido reguladas para su libre comercialización.

No se debe decir que aquí se destruye el patrimonio arquitectónico con la complicidad planeación municipal. Lo que hay que decir es que aquí se respira un refrescante aire de renovación que parece agradar al distinguido director de la oficina que vela por el orden urbanístico de la ciudad y está para promover los cambios y no permitir que nos quedemos al margen de la modernidad al seguir presentando a los visitantes un montón de edificios pasados de moda.

¿Adversarios políticos o enemigos personales?

En Colombia se cuentan dieciséis partidos con personería jurídica. Sin embargo, los colombianos hemos abierto una profunda zanja, dejando -al lado izquierdo y al lado derecho- hordas rabiosas que no confrontan propuestas programáticas ni argumentan con inteligencia, porque lo que se estila en el sórdido mundo de la política es el insulto gratuito que se oculta tras la mentira, la calumnia y la injuria. No hay ningún inconveniente en enlodar al contrario con afirmaciones, a veces descabelladas, que van desde la acusación sin fundamento hasta el bochinche malintencionado. Algunos, incluso, creen que la burla que ofende merece aplausos cerrados, no importa si va dirigida al vecino, al conocido, al desconocido o, incluso, al pariente que antes era tan querido.

Por eso pregunto: ¿Por qué quien dijo ser mi amigo entrañable se convierte ahora en un francotirador implacable que me tiene en la mira al ver que mi pensamiento político no es concordante con el suyo? “Vos lo que sos es un hijueputa mamerto” me dice ahora con un odio que no le conocía. Y de manera solapada me lanza algunas amenazas en las que se incluyen frases como: “Vamos a eliminar a los que quieren acabar con la democracia”. Con esa frase de cajón se refiere a los que piensan diferente, a los que tienen un credo diferente o una preferencia por un equipo de fútbol distinto del suyo. Es que la política lo alienó, lo encegueció, lo idiotizó, le está haciendo ver comunistas donde en realidad solo hay molinos de viento. ¿Si la pillan?

Entonces, no seamos tan eufóricos y aceptemos que, sin importar quién esté con las riendas del poder en las manos, esta Colombia (que alguna vez estuvo consagrado a una víscera: el corazón de Jesús) ha sido la misma desde hace más de doscientos años… y seguirá siendo la misma hasta el día en que los colombianos dejemos de ser los mismos. Es decir, cuando dejemos de convertir a los adversarios políticos en enemigos personales.

ALGO DEBE PASAR EN ROLDANILLO

Hacia la medianoche del pasado domingo 11, en inmediaciones del barrio Rey Bajo, ocurrió un accidente de tránsito que involucró a una motocicleta conducida por un menor de 16 años de nombre JUAN SEBASTIÁN, y una camioneta que, según versiones que circulan, era conducida por una persona en estado de embriaguez. El menor perdió la vida y su parrillero, otro menor, se encuentra en muy grave estado. Hasta ahí tenemos un caso que da para que las autoridades administrativas de tránsito definan responsabilidades. Pero resulta que estas autoridades también parecen estar involucradas en el accidente.

Según las referidas versiones, el accidente empezó a tomar forma cuando unos agentes de tránsito cumplían labores de control sobre las prácticas de 'llanteo’ en moto, tan de moda en Roldanillo. Los menores, al verse sorprendidos, huyeron a toda velocidad y los agentes emprendieron la persecución, que terminó con lo ya resumido.

Imagen de solo referencia.


Hoy la gente se pregunta: ¿Qué hacían unos menores casi a la media noche en una moto, sin casco y posiblemente sin portar la documentación correspondiente? Sí, claro: Haciendo lo que todos los muchachos de esa edad en una aldea que no ofrece otras alternativas de diversión sana. ¿Qué hacían los padres de los menores? Sin duda alguna: Lidiar con una generación que reclama independencia total, pero no quiere soltar los privilegios que les han otorgado a cambio de nada. ¿Qué hacía un borracho conduciendo un vehículo que, en esas condiciones, es una potencial arma homicida? Ah, desde luego: emborrachándose – como muchos- en su camioneta, que es como el único testículo que les queda. ¿Qué hacían los agentes de tránsito persiguiendo infractores a altas horas de la noche? Por supuesto: cumpliendo con las funciones asignadas, entre las cuales no está la de hacer operativos de persecución, pues eso le corresponde a la policía cuando va tras los delincuentes. Y los jóvenes accidentados, hasta donde se sabe, no estaban portando ese rótulo en el pecho.

A estas alturas no hemos escuchado las voces de las autoridades, tan dadas a darse vitrina en circunstancias que a veces no ameritan siquiera la mención casual, pero es de imaginar que deben estar preocupadísimas y muy ocupadas diseñando soluciones y tomando medidas a corto plazo, como lo hacen los sastres.

POSDATA: Tengo entendido que los padres de las víctimas ya iniciaron los contactos con un profesional del Derecho a fin de formalizar la denuncia correspondiente, pues así como a la ciudadanía se les exige en cumplimiento de sus obligaciones, la ciudadanía debe levantar su voz para exigir a las autoridades que cumplan con las suyas.

PARA LO QUE HAY QUE VER...

PARA LO QUE HAY QUE VER...

Llevo cincuenta años atajando la miopía. Al comienzo no la noté, pues se vino agazapada en las sombras, y en las sombras todo es confuso. Además, uno se va acomodando a las circunstancias y temina considerando normal lo que en verdad no lo es. Fue lo que me ocurrió un día, leyendo el “Inno a Satana” de Giosuè Carducci, en una edición impresa con caracteres muy pequeños, Times New Roman 10, si mal no recuerdo. Me metí tan de lleno en la lectura que no supe en qué momento me vi con las páginas del libro pegadas a mi nariz. Entonces –solo hasta entonces– comprendí que mi capacidad de ver las cosas (las materiales y las de mi vida) había disminuido notoriamente. Empujado por la necesidad, acudí a un optómetra, hombre ya de cierta edad que me examinó con minuciosidad y diagnosticó que yo tenía un serio problema de miopía y debía usar gafas para corregirlo. ¡Qué le vamos a hacer! pensé con resignación benedictina. Luego de un minucioso examen, me condujo hasta un salón iluminado con lámparas de neón y extendiendo la mano hacia unas vitrinas adosadas a la pared me dijo «Escoja usted las que más le gusten». Escogí unas de aro redondo recubierto con acetato negro, como las de John Lennon, pues guardaba la firme esperanza de lograr algún parecido con el músico. No fue así. Por más que me mirara en el espejo desde diferentes ángulos, seguía siendo yo, el que ya no tenía el pelo casi cayendo sobre los hombros ni esa sonrisa entre cínica y de adolescente rebelde que había aprendido para molestar a la decencia, pues, para mi desgracia, en esos tiempos entré a trabajar en una oficina del gobierno nacional y estaba obligado a disfrazarme de gente normal. Cuando mis amigos de la esquina me vieron, exclamaron en coro: «¡Uyyyyy, pero es que éste man se nos volvió doctor!» Eso me obligó a mantenerlas en el bolsillo de la camisa y usarlas solo cuando no se cruzaba en mi camino alguien conocido. Aún así, sentía cierta aprehensión –casi vergüenza– de que me vieran con gafas, sobre todo con las “lennon”, que así las fui llamando.

Muy pronto me di cuenta que volvía a pegar los libros a mi nariz, por lo que acudí nuevamente donde el optómetra. Otro examen. Otro diagnóstico. «¿Quién tiene problemas de ojos en su familia?» me preguntó. Todos los Cedeños, le respondí, confiando en que esa S de más en el apellido pasaría inadvertida. No era cierto. No todos los Cedeño “sufrían” de los ojos. Por eso le di énfasis al hecho de que mi abuelo José Ignacio, el padre de mi padre, habia perdido el ojo izquierdo por causa del glaucoma que se lo estalló, como decían con crudeza en casa. Por esa misma causa le habían extraído el derecho, en un procedimiento quirúrgico que le realizaron en Cali. Ese antecedente fue suficiente para que el optómetra me enviara a consulta con el oftalmólogo. Eso fue en el 75. Más exámenes. Otras gafas. Y la recomendación de volver cada seis meses para evaluación.

Desde hace tres años –tal vez cuatro– el asunto empezó a pintar mal cuando a pocos días estrenar unas de lentes bifocales progresivos hechos con zylonite (que me costaron un ojo de la cara, valga la ironía) alguien que pasaba por mi calle me saludó. Yo retorné el saludo mientras me preguntaba: ¿Quién me saludó? Así, repitiéndome la pregunta, llegué a la casa. Mientras comía, me la repetí. Y en la noche me atacó el insomnio preguntándome lo mismo: ¿Pero quién sería el que me saludó?

Para no emular a Scheherezade, la de las mil noches, les diré de una vez que en cincuenta años he ido a consulta con optómetras y oftalmólogos en más ocasiones que a las discotecas. Y cada vez noto que bailo mejor pero veo peor; al punto que en cincuenta años he estrenado más de veinte pares de gafas, en todos los estilos y todos los colores.

Lo que era una solución a la miopía se ha convertido en simple adorno frente a mis ojos; un adorno de tanta utilidad como un piercing en el ombligo. Las gafas las llevo solo por costumbre, como se lleva el pecado original o un oscuro secreto. Pero no me resigné. Si algo bueno heredé de los Cedeño y los Venegas es el don de la improvisación y las soluciones inmediatas. ¿Que se rompió un vidrio de la ventana? Póngale un cartón mientras tanto. Por eso, he recurrido a las lupas. Tengo dos: una de escritorio, con brazo flexible y luminaria led que utilizo para no pegar los libros a mi nariz, y otra de mano, muy útil para leer y escribir en el teléfono... porque para escribir en el portátil utilizo la extensión de una pantalla de 24 pugadas. Finalmente, decidí no volver donde el especialista. Para qué, si lo que voy a gastar en consultas y gafas lo puedo ahorrar para comprar un telescopio de gran potencia, como el de Monte Palomar.

PARA LO QUE HAY QUE VER

Llevo cincuenta años atajando la miopía. Al comienzo no la noté, pues se vino agazapada en las sombras y en la confusión. Además, uno se va acomodando a las circunstancias y temina considerando normal lo que en verdad no lo es. Pero un día, leyendo el “Inno a Satana” de Giosuè Carducci, me vi con las páginas del libro pegadas a mi nariz y entonces –solo hasta entonces– comprendí que mi capacidad de ver las cosas (las materiales y las de mi vida) se me estaba haciendo más limitada. Empujado por la necesidad, acudí a un optómetra, hombre ya de canas que me examinó con minuciosidad y diagnosticó que yo tenía un serio problema de miopía y debía usar gafas para corregirlo. ¡Qué le vamos a hacer! pensé con resignación benedictina. Luego me condujo hasta un salón iluminado con lámparas de neón y extendiendo la mano hacia unas vitrinas adosadas a la pared me dijo «Escoja usted las que más le gusten». Escogí unas de aro redondo recubierto con acetato negro, como las de John Lennon, pues guardaba la firme esperanza de que me dieran el parecido. No fue así –pese al empeño que puse– pues ya no tenía el pelo sobre los hombros ni esa sonrisa entre cínica y de niño rebelde. Para mi desgracia, en esos tiempos yo trabajaba en una oficina del gobierno nacional y debía disfrazarme de gente decente. Cuando mis amigos de la esquina me vieron, exclamaron en coro: «¡Uyyyyy, pero es que éste man se nos volvió doctor!» Eso me obligó a mantenerlas en el bolsillo de la camisa y usarlas solo cuando no se cruzaba en mi camino alguien conocido. Aún así, sentía cierta aprehensión –casi vergüenza– de que me vieran con gafas, sobre todo con las “lennon”, que así las fui llamando.

Muy pronto me di cuenta que yo volvía a pegar los libros a mi nariz, por lo que acudí nuevamente donde el optómetra. Otro examen. Otro diagnóstico. «¿Quién tiene problemas de ojos en su familia?» me preguntó. Todos los Cedeños, le respondí, confiando en que esa S de más en el apellido pasaría inadvertida. No era cierto. No todos los Cedeño "sufrían" de los ojos. Por eso le di énfasis al hecho de que mi abuelo José Ignacio, el padre de mi padre, habia perdido el ojo izquierdo por causa del glaucoma que se lo estalló, como decían en casa. Por esa misma causa le habían extraído el derecho, en un procedimiento quirúrgico que le realizaron en Cali. Por esos antecedentes fue que el optómetra me envió a consulta con el oftalmólogo. Eso fue en el 75. Más exámenes. Otras gafas. Y la recomendación de volver cada seis meses para evaluación.

Desde hace tres años el asunto empezó a pintar mal cuando a pocos días estrenar unas de lentes bifocales progresivos hechos con zylonite (que me costaron un ojo de la cara, valga la ironía) alguien que pasaba por mi calle me saludó. Yo retorné el saludo mientras me preguntaba: ¿Quién me saludó?. Así, repitiéndome la pregunta, llegué a la casa. Mientras comía, me la repetí. Y en la noche me atacó el insomnio preguntándome lo mismo: ¿Pero quién sería el que me habló?

Para no emular a Scheherezade, les diré de una vez que en cincuenta años he ido a consulta con optómetras y oftalmólogos en más ocasiones que a las discotecas. Y cada vez noto que bailo mejor pero veo peor; al punto que en cincuenta años he estrenado más de veinte pares de gafas, en todos los estilos y todos los colores.

Lo que era una solución a la miopía se ha convertido en simple adorno, de tanta utilidad como un piercing en el ombligo. Las gafas las llevo solo por costumbre. Ahora me toca echar mano de las lupas. Tengo dos: una de escritorio, con brazo flexible y luminaria led que utilizo para no pegar los libros a mi nariz, y otra de mano, muy útil para leer y escribir en el teléfono... porque para escribir en el portátil utilizo la extensión de una pantalla de 24 pugadas. Finalmente, decidí no volver donde el especialista. Para qué, si lo que voy a gastar en consultas y gafas lo puedo ahorrar para comprar un telescopio de gran potencia, como el de Monte Palomar.

LOS INESPERADOS AMIGOS QUE UNO SIEMPRE ESPERA

La literatura universal está llena de esos personajes que pasan toda su vida esperando algo. Ahí tenemos, por ejemplo, al Coronel quien estuvo bajo la órdenes de Aureliano Buendía y murió a la espera de una pensión que nunca llegó. Yo no espero nada. Ni a nadie. Sin embargo, a veces sucede que abro la cuenta de Facebook y me encuentro con una solicitud de amistad. ¿Pancrasio Gutiérrez? No lo conoco. Solicitud rechazada. Seguramente quería averiguar mis intereses. A lo mejor está buscando incrementar sus dos quinietos “amigos”, de los cuales no conoce personalmente ni el 10%. Como sea, no me interesa. Por norma impuesta lo que hago es mirar el perfil del solicitante, quiénes figuran entre sus contactos, de dónde es, y lo más importante: qué clase de contenido publica, pues ya me hastié de discutir con personas que no construyen el andamiaje de una controversia inteligente sino que argumentan con estupideces que otros estúpidos publicaron en “memes” huecos, sin respaldo alguno.

Sucede que hace no sé cuanto tiempo Alberto Rodríguez García me envió solicitud de contacto. Su nombre no me sonó conocido, tengo que decirlo. Su cara tampoco. Pero tenía algo que no me hizo entrar en desconfianza: Teníamos nueve verdaderos amigos en común, no amigos de cartulina. Luego le eché una ojeada a sus publicaciones. Buena redacción. Buen contenido, serio, sustentado. Entonces acepté, como acepta una novia la propuesta de matrimonio. De ahí en adelante no hemos encontrado con alguna frecuencia en esa red de mentiras, burlas e insultos donde, no obstante, algunos le hacemos espacio a la verdad y al respeto.

A eso de la 1:30 p.m. timbró mi celular, lo cual me pareció en extremo extraño pues nadie me hace llamadas telefónicas, excepto mi madre que siempre me marca en horas de la mañana. Era Alberto Rodríguez García. ¡Qué grata sorpresa! Y yo que tenía la intención de escribirle. Estuvimos hablando durante veinte minutos –quizá algo más- y fue como si nos conociéramos de toda la vida. Tocamos este tema y el otro y hasta alcanzamos a bromear un poco. Hicimos recuento de los amigos en común; incluso conjeturamos que al haber estudiado con esos amigos en el bachillerato, existía la posibilidad de que hubiéramos compartido el mismo salón de clases. Hablamos de luchas, de exilios, de males del cuerpo, de escitos propios, de labores inconcebibles... Al colgar (ya no colgamos sino que pulsamos sobre un icono) tuve la sensación de haber charlado con un inesperado amigo... uno de esos que uno siempre espera.

LOS HEREDEROS DE LA VIOLENCIA

Con mi madre estuve charlando el sábado anterior, tal como ocurre cada ocho días cuando voy a visitarla a Tuluá. Ella tiene un montón de recuerdos que deja escapar a cuentagotas para que no se nos acaben los temas. El sábado anterior le pregunté algo relacionado con uno de sus tíos a quien suele recordar con especial cariño.

—Mi tío Toño, Antonio Venegas, era un hombre muy bueno. Sus hijos se fueron con él a vivir a Cali cuando los ‘pájaros’ lo sacaron, con su mujer y sus hijos, amenazado de su finca. Usted conoce la historia, hijito.

Sí, claro que conozco la historia. Hasta hoy se sigue contando y recontando en la familia, y yo la inserté en la novela que publiqué hace tres años. Ah, pero mi madre no ha leído la novela porque ella no tiene esa costumbre y, además, anda corta de vista.

Foto sacada de la página web del Centro de Memoria, paz y Rconciliación http://centromemoria.gov.co/tag/violencia/


—¿Y quién le robó la finca a Toño? —Le pregunté para poner a prueba su memoria. Después de todo si ya me falla a los 75 años, con mayor razón a ella que tiene 93.

Para mi sorpresa me contestó sin titubear:

—Ese bandido de Alfonso Franco, que vivía a una cuadra del parque de La Ermita.

Entonces nos dimos a la tarea de desenterrar pájaros, bandoleros, asesinos de la violencia que andaban por las calles de Roldanillo como Pedro por su casa, patrocinados y protegidos por el glorioso partido conservador.

—Hasta doctores estuvieron jalando el gatillo para acabar con los liberales susurró mi madre como si aún estuviera viviendo los terroríficos días y noches de La Violencia. —Imagínese, mijo, que hasta el doctor R, ese que yo atendía cada quince en mi peluquería. Recuerde.

—¿El doctor R? —Le pregunté con asombro fingido, tratando de dibujar en mi cara un gesto exagerado.

Sin pretenderlo, accioné la palanca que liberó varios nombres. Mi madre los iba desgranando echando mano de esa parsimonia que la edad había acentuado. Yo había conocido a muchos de los mencionados. De otros ni siquiera sabía de su existencia.

¿Todavía vive en Roldanillo ese tal H? —preguntó ella. Y agregó: Ése mató a muchos, entre ellos a un carnicero por los lados de La Planeta.

No, madre, H murió hace mucho tiempo. Pero su familia es muy respetada y algo adinerada.

—Pues será ahora, porque hace años ese viejo era un comemierda, más que nosotros que no teníamos sino necesidades. Cuando se calmó La Violencia resultó con finca y ganado en La Tulia y Primavera. Otros se quedaron con casas y hasta montaron negocios en el pueblo. Todos sabemos como consiguieron plata esos bandidos.

Mi madre hablaba con rabia contenida. Yo podía sentir el dolor que aún le causaba remover los restos de un pasado que cada día nos era más lejano. Sin embargo, dejé que siguiera mencionando nombres, familias y prestigios levantados sobre los cadáveres de los despojados. Era como si abriera las páginas de un directorio telefónico criminal. Finalmente desvié la conversación hacia otros tópicos menos escabrosos y terminamos riendo con los bochinches de la semana.

De regreso al pueblo, observando por la ventilla de la buseta ese paisaje de caña y deforestación en que se ha convertido el Valle, repasé los motivos que llevan a que todos nos miremos con desprecio y existan algunos que quieran pasar atropelladamente sobre los demás: Es que no se trata de enfrentamientos ideológicos, sino de odios que desde hace muchos años se enquistaron en nuestros genes para disfrazar supuestos intereses políticos. Eso lo sabemos desde hace mucho rato, pero lo olvidamos con tal rapidez que damos vuelta a las páginas de la historia real sin haber terminado la lectura. Las cinco o seis anteriores generaciones fueron los padres de La Violencia y algunos hicieron riqueza con mucho esfuerzo, sudor y sangre, pero de otros. Las actuales generaciones son los hijos de la violencia. Y algunos son los herederos de capitales que se levantaron sobre los cadáveres de cientos de miles de colombianos. Pero ellos aparentan no saberlo.

ASDRÚBAL

Las viejas agüeristas de todos los tiempos tienen por cierto que los sueños significan algo. Por ejemplo, si sueñas con un pariente o un amigo que ya murió, es que algo quedaste debiendo a esa persona y te lo está reclamando desde el más allá; pero si sueñas con espaguetis simboliza la abundancia, la madurez y la longevidad. En cambio, si sueñas con maletas no es el presagio de un largo viaje, sino el anuncio de la necesidad de cambios de trabajo o de vivienda. Eso es lo que dicen las viejas agüeristas… Porque Sigmund Freud en su obra científica “La interpretación de los sueños” dice otra cosa.

Todo esto es porque anoche soñé con un amigo a quien no veo desde hace muchísimo tiempo. Asdrúbal Henao Gutiérrez es su nombre y, por supuesto, también es amigo de todos ustedes, pues a Asdrúbal lo conoce todo el mundo. Bueno, todo el mundo en Roldanillo y sus alrededores. En el sueño lo vi bajando de un automóvil, todo vestido de blanco, incluso los zapatos. Hola, amigo, ¿y esa pinta? Le pregunté. La respuesta se quedó en el aire porque ahí terminó el sueño o -tal vez- porque al despertar solo pude retener una parte de lo soñado.

Lo cierto es que a las seis de la mañana me senté frente al portátil pensando que Asdrúbal Henao es otro personaje como el de Cervantes, que anda por ahí montando en su Rocinante viendo molinos donde, en realidad, solo hay gigantes contra los que hay que irse lanza en ristre. En ese pequeño universo en el que se mueve, él es el altruista, el solidario, el vocero que recurre a los medios de comunicación para tratar de sacar adelante campañas cívicas en pro de todo. Tal vez por nuestra afinidad en las cosas de la literatura, su nombre siempre lo asocio al escritor que recoge anécdotas, pasajes de su entorno, decires de su gente, historias locales que contribuyen a sostener la memoria de sus Higuerones. Y ese es su valor agregado.

Anoche soñé con un amigo. Ojalá Asdrúbal no crea en sueños agoreros porque, según dicen las viejas, eso trae mala suerte.

Monseñor Miguel Angel del Demonio

Breves_relatos

Mi amigo Humberto Vinasco me envió un escrito publicado en Facebook por Marco Lino González Duarte con el título de “Matar liberales no es pecado” frase del incendiario y homicida determinador Monseñor Miguel Angel Builes. Le respondí con parte de este escrito que corrijo y amplio.

Hace 67 años andaba yo por los ocho cuando en la Semana Santa cesaba en la radio la música popular que tanto nos gustaba. Desde el jueves solo se escuchaban catálogos temáticos del barroco y de la música clásica, que entonces nos sonaba a fondos mmusicales de películas. La Rodríguez Pardo, la campesina que fue mi abuela, acomodaba el taburete de sentadero y espaldar de cuero crudo que era muy suyo, se acodaba en la mesa donde almorzában los mayores, y aguardaba con cristiana paciencia a que monseñor Miguel Ángel Builes iniciara el famoso “sermón de las siete palabras”. Yo, aunque era un niño que tenía vedado pensar en voz alta, le decía a mi mamita (así le deciamos a las abuelas) que eran siete millones de palabras, pues empezaba a las tres de la tarde y terminaba como a las seis. No recuerdo las alusiones que le atribuyen para incitar al odio hacia los liberales, pero sí tengo muy presente la fuerza de un discurso que mi abuela escuchaba sin entender una sola frase de su contenido. De toda forma elogiaba la elocuencia de Builes. “Monseñor sí que habla bonito”, decía. Y con ella más de la mitad de los colombianos de esa época. Quizás por eso le levantaron busto en Santa Rosa de Osos y un santuario de Donmatías y lejos, allá en Barranquilla, un colegio lleva su nombre. El Papa Francisco, el buenote y muy astuto de Francisco, tan solidario con las víctimas de las dictaduras argentinas, el 19 de mayo dio el primer paso (¿en falso?) a la canonización de esta ya considerado Santo Obispo, al declararlo “Venerable” y reconocer sus “virtudes heróicas” (en la violencia colombiana). Todo gracias a un movimiento de más alta trascendencia que Las Cruzadas y que organizaron las congregaciones religiosas y asociaciones como “Las hijas de María”, las “Devotas del Sagrado Rosario” e, incluso, las “Adoradoras del Santo Prepucio del Niño Jesús”.


NOTAS

Para Monseñor Builes, obispo de Santa Rosa de Osos, resultaba aberrante que las mujeres llevaran pantalones, montaran a caballo y usaran minifalda. Eran demoníacos los carnavales, los reinados, los boleros de Daniel Santos y el mambo de Pérez Prado. El cine no era más que “uno de los medios más eficaces de dañar las almas si no se le pone cortapisa” y la radio sólo era uno de los tantos vasos comunicantes de Satán. Los bailes fomentaban la fornicación y el bambuco “era un invento pagano”. Era pecado estar a la moda, leer el Tiempo, y sobre todo ser liberal.

(Las 2Orillas - Abril 19 de 2017)


Hace 80 años los conservadores llamaban “comunistas” a los liberales. Hoy los liberales son más conservadores que los los conservadores y ambos bandos llaman “comunistas” a los que no son fachos como ellos. ¿Entendieron, jóvenes y viejos sin memoria histórica?