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LA MASACRE DE BETANIA

Ya se cumplen setenta y seis años de la Masacre de Bretania. ¿Hubo una masacre en Betania? Pues sí. Hubo una masacre en Betania, el pequeño poblado cordillerano en el que –según cálculos de la época– fueron asesinadas cerca de trescientas personas en la noche del 8 de octubre de 1949. Lo que pasa es que esa bobadita se ha ido olvidando porque sus autores guardaron silencio y trataron. lo mejor posible, de ocultar algo que les resultaba molesto pero que ahí seguía como una berruga en la nariz.

Voy a refrescarles la memoria.

Resulta que para esa época el gobernador del Valle era el conservador Nicolás Borrero Olano, conocido por patrocinar abiertamente a reconocidos asesinos como el orgullosamente tulueño León María Lozano, alias "El cóndor"; el hijo de la Tierra del Alma Marco Tulio Triana, alias "Lamparilla", el notable hateño Chucho Gordillo; el abnegado alcalde de Trujillo,José Noé Ríos; el doviense Mario Restrepo; el de Versalles, Ignacio Giraldo, alias "Nacho"; el sevillano Jaime Javier Naranjo, alias "El Vampiro" (que era inspector de policía en Primavera) y otros que ya tenían pequeños pero letales grupos conformados con sus fieles y sectarios paisanos.

El excelentísimo gobernador Borrero Olano, que no era menos bandido que los anteriores, los reunió un día en su despacho y les dijo que era necesario "persuadir" a los liberales para que desocuparan Betania porque ese pueblito tenía que ser únicamente para los conservadores. ¿La razón? Es que, para los fachos conservadores, los liberales eran los comunistas de aquel entonces. Como hoy lo son los que no piensan como ellos. Los bandidos organizaron sus grupos con gente de todos los niveles, desde el notablato hasta los de alpargata. Como no todos sabían de palabras cultas, entendieron que "persuadir" era lo mismo que "eliminar". Y a eso se fueron a Betania el 8 de octubre de 1949.

Betania - Foto de Juan alberto Rojas

El resto no cabe ni en la imaginación de los morbosos lectores de noticias escritas con sangre. Por eso, los autores materiales de esa masacre (por extensión, también sus descendientes) hicieron lo posible por borrar todo vestigio de recuerdo; que la gente de Versalles. La Unión, Roldanillo, Bolívar y Trujillo se olvidaran del asunto y los que posaban de intelectuales se centraran en escribir la otra historia de esos pueblos, la que exhalta a personajes que parecen esculpidos en bronce y pone a sus héroes al mismo nivel de los dioses del Olimpo.

Pero ni el más poderoso detergente podrá quitar ese mancha de casi trescientos muertos ocasionados en una sola noche (¡En una sola noche!) por el fanatismo de un partido que se ha ramificado en otros pero no ha cambiado su estrategia de estigmatizar burdamente a sus contrarios llamándolos comunistas, sin saber qué es el comunismo. Porque para ignorantes por conveniencia hay material de sobra.

Me permito remitirlos a la narración de los hechos que hago en mi novela "Recobrando la memoria"

El 8 de octubre de 1949 la historia de Betania cambió para siempre. También su entorno. En el puesto de la policía, frente a la plaza, la mañana transcurrió en una normalidad aparente en la que los cuatro policías nombrados por el alcalde de Bolívar se desenvolvían como si no supieran nada. Sin embargo, tres días antes les habían informado que la gente de Lamparilla y Pájaro Azul volvería ese día a pegarle un buen susto a los cachiporros del pueblo. Hacía casi dos meses habían estado allí metiendo miedo a todo el mundo, sin que los de uniforme gris intervinieran. Tampoco lo hicieron dos días antes, cuando esa gente pasó por La Tulia, Primavera y Naranjal dejando varios muertos y poniendo el pueblo a su merced. Los de Betania mostraron enojo y reclamaron con insultos a los policías, pero éstos se limitaron a responder que cuatro golondrinas nada podían hacer contra cincuenta o sesenta sujetos alterados por los efectos del licor. Desde luego que las disculpas se ajustaban perfectamente para explicar la falta de reacción, mas las razones eran otras. Había órdenes dadas desde el Directorio Departamental Conservador y trasmitidas por la alcaldía de Bolívar para que los cuatro policías municipales se hicieran los de la vista gorda y colaboraran dejando el campo libre; así los pájaros podían entrar y salir en nombre de la fe católica, del glorioso partido conservador y de las autoridades legítimamente constituidas.

Pasado el mediodía el comandante del puesto ordenó a sus hombres no salir. Debían permanecer atentos a cualquier movimiento de personas que no vivieran en el pueblo, pues de La Tulia y Primavera habían llegado algunos apoyos a los liberales que se negaban a abandonar lo poco que habían logrado allí.

Iban a ser las seis de la tarde. Uno de los encargados de vigilar desde los cerros vio la caravana que asomaba en las vueltas del camino, saliendo para Naranjal. A galope tendido partió a avisar que los pájaros estaban a la vista. Esta vez no los cogerían por sorpresa. No había terminado de entregar la razón cuando aparecieron otros dos alertando de la llegada de los pájaros por los otros caminos de entrada al pueblo. Por la trocha de El Dovio venía Mario Restrepo. Él y su chusma se cruzaron con Nacho Giraldo que había partido de Versalles. De Roldanillo venían Lamparilla con voluntarios que se unieron con entusiasmo y mística conservadora y otros reclutados con amenazas: «Si no nos acompaña es porque no es de los nuestros. Y si no es de los nuestros…». De La Unión subió Chucho Gordillo con unos cuantos que estaban dispuestos a hacerse notar. También venia Pájaro Verde, y Pájaro Azul y El Vampiro, que había armado su propia banda con algunos de la vereda La Aguada, porque había sido inspector de policía en Primavera y conocía bien el terreno y a la gente que le podía servir. Por Cerro Azul fue bajando José Noé Ríos, alcalde de Trujillo, acompañado de José Santa, policías municipales, guardias de rentas departamentales y muchos de los que se animaron a participar en la ‘fiesta’. Era la cuota de Leonardo Salazar. Los bandoleros rodearon el pueblo, apostándose en las salidas para cerrar, a plomo, el paso a los que intentaran escapar. El grupo de policías departamentales y municipales que venía entre ellos como refuerzo, se quedó en la periferia para dar la pelea a los liberales atrincherados con escopetas de fisto en los cafetales. Los de los uniformes gris y verde carecían de formación y conocimiento táctico necesario para reducir la fuerza del adversario, pero poseían armas más poderosas y efectivas.

Esta vez no estuvo el padre Rafael para tomar la vocería y enfrentarse a los pájaros en el atrio de la iglesia con un crucifijo en la mano, como lo hiciera el 3 de agosto. Monseñor Luis Adriano Díaz, el obispo de Cali, sabía de primera mano que el cura de Betania era hijo de un liberal y, por lo tanto, era un liberal con sotana. Algo inconcebible dentro del clero. Por eso lo había enviado a cumplir su apostolado allá, en ese pueblo de refugiados rojos. Después vino la presión del Directorio Departamental Conservador para que sacaran de Betania al padre Rafael. El obispo tenía en su redil una oveja descarriada, pero no por esa razón la debía dejar a merced de los lobos. Entonces, lo citó para que estuviera en la diócesis el día 8 de octubre, pues del Directorio le habían advertido que ese día habría revolcón en ese pueblo. Al párroco de Betania le pareció extraño porque el 8 era sábado, día de mucha actividad en la parroquia pues los campesinos llegaban de más arriba a aprovisionarse de remesa y consultar alguna cosa en la casa cural. Pudo ser casualidad. Lo cierto es que monseñor Luis Adriano Díaz se ocupó en varios asuntos y el sacerdote no alcanzó a regresar ese mismo día. Lamparilla y los otros bandidos se sintieron libres de actuar a sus anchas.

El pueblo estaba casi a oscuras. Apenas sí se podían distinguir las siluetas de las casas bajo el reflejo de una luna llena opacada por el velo de las nubes. Todos esperaban la orden de arremeter. Sin embargo, la chusma se contenía por el temor de terminar dándose bala entre ellos. Ya había ocurrido antes. El Vampiro, que era bien mañoso, tuvo la ocurrencia de hacer mecheros y antorchas para alumbrarse, pero algunos estaban muy borrachos y terminaron arrojándolas por gusto sobre los techos de las casas. El pueblo fue una sola llamarada y los que creyeron encontrar refugio seguro echándole tranca a las puertas acabaron carbonizados. Los que salían acosados por el fuego eran recibidos con tiros de fusil, garrote y machete. Las mujeres corrían a esconderse con sus niños, pero eran cazadas y sometidas a toda clase de oprobios. «¡A ellos! ¡Que no quede ni uno vivo! ¡Viva Cristo Rey y el partido conservador!» aullaban los asesinos. Las imágenes eran de terror. Todos corrían sin dirección, unos buscando resquicio por dónde escapar, otros ensañados en la persecución, disparando sin apuntar a todo aquél que no llevara un trapo azul amarrado al cuello o una ancha cinta del mismo color en el brazo izquierdo. No necesitaban apuntar. Cada vez que alguien caía dando gritos de dolor, los de la chusma se hacían escuchar remedando a la víctima. La embriaguez del licor y la sangre les hacía lanzar alaridos y falsetes de corrido mexicano. No hubo escapatoria. Los que corrieron hacia las salidas del pueblo, creyendo estar a salvo, fueron recibidos a tiros. Los que alcanzaron a meterse en los cafetales se encontraron con el filo de los machetes. Las detonaciones cesaron pasada la media noche. Los cascos herrados de las bestias fueron escuchados hasta la madrugada. Después el silencio cubrió el pueblo por completo. Los domingos en Betania la gente aguardaba un poco más en la cama y luego se preparaba para asistir a la misa de siete.

Ese domingo la rutina de Betania cambió y la historia de Colombia también. Los sobrevivientes, conservadores que gozaron de inmunidad por haber pintado cruces azules en las puertas, sacaron la cabeza y chocaron de frente con un cuadro de horror nunca imaginado. La luz débil del alba que apenas despuntaba les dibujó docenas de bultos esparcidos por la plaza y en las calles vecinas, cuerpos destrozados y en posturas grotescas, rostros en los que los machetazos dibujaron muecas macabras, casas convertidas en montones de ceniza y madera humeante. La cuenta oficial de los masacrados no se conoció, tal vez por la vergüenza. Quizá porque ocultar la realidad de los hechos fue lo mejor que encontraron los asesinos para poder contarle a sus hijos una historia hecha a la medida de sus conveniencias. Cuando el diario El Relator calculó que los muertos en Betania podían ser unos trescientos, el abogado José Antonio Luján, presidente del directorio Municipal Conservador de Roldanillo exclamó:

¡Liberales exagerados! ¡Los muertos no pasaron de doscientos cincuenta!

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