El debate sobre sustancias
estupefacientes volvió a abrirse, centrándose en el consumidor. Unos sostienen
que se debe “respetar” lo regulado en relación con la dosis mínima. Otros se
inclinan por la penalización sin importar la cantidad. ¿Qué hay de los
microtraficantes? ¿Qué hay de los que la producen? ¿Qué hay de los que la
comercializan al por mayor y la exportan? A esos nadie los menciona. Como
tampoco se menciona que el consumidor no sólo es el habitante de calle o el
reciclador. También lo es el universitario, el profesional, el obrero, el
oficinista, el hijo de la vecina chancluda y el hijo de la señora de la aristocracia
local… Muchos.
Si es un embarque de dos toneladas, se les dará un subsidio. Hay que fomentar la exportación
Vamos por partes. Tal como se
ven las cosas, la propuesta de acabar con el narcotráfico atacando directamente
el consumo es como creer que el cáncer se combate con pastillitas de Acetaminofén,
como lo hacen las EPS. Desde que la ley 30 de 1986 implementó medidas para
controlar la producción, distribución y consumo de estupefacientes y otras
sustancias, el asunto no ha tenido pies ni cabeza; al contrario, ha aumentado
año tras año hasta hacerse insostenible. El aumento de las hectáreas de coca
cultivada a la vista de todos evidencia ese ascenso.
La ley 30 de 1986 pretendió
erradicar un delito incipiente -pero ya por entonces con entidad- y terminó a
la zaga de un monstruo de mil cabezas que corrompió todo a su paso. Primero
fueron permeadas las autoridades encargadas de combatirlo y castigarlo. Después
fueron atraídos los políticos, algunos de los cuales no tuvieron ninguna
dificultad para agregar otra forma de aplacar su ambición de riqueza. Finalmente
todos nos volvimos cómplices de un delito que, dentro de un proceso de valores
invertidos, terminó otorgando pedigree social en una sociedad descompuesta.
La regulación de la dosis
mínima generó, desde el mismo momento de la expedición de la norma, prácticas
non sanctas en la policía. Una de ellas, la de “cargar”, está vigente y consiste
en detener a un consumidor, de preferencia habitante de calle, a quien le
encuentran el gramo de basuco o los veinte de marihuana que constituye su dosis
personal, pero que – por obra y gracia de los incentivos que recibe el héroe de
la patria- se convierten en el doble o triple de lo incautado. De esa forma el uniformado
gana un día de licencia por el positivo, su comandante gana algunos puntos para
incrementar las estadísticas de combate al crimen y el fiscal se gana un
proceso costoso, desgastante y baladí para el sistema judicial, porque el “peligrosísimo”
consumidor vuelve a la calle antes que termine todo el procedimiento. Sí, sí me
consta. Esa novela la conocí con repetición diaria cuando hice parte de uno de
los organismos de investigación del Estado.
Pongámonos serios. El
problema no sólo es el consumidor. Éste es apenas el último eslabón de una
cadena que nos ata a todos sin excepción y la cual es necesario romper. Pero si quieren acabar con el consumo, las
autoridades -comenzando por el Presidente- deben emprender una cruzada contra
los productores, los microtraficantes, los comercializadores a gran escala. Si
quieren acabar con el problema, digo. Y si pueden, claro está.
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