Llevaba tres años
sin ir al consultorio de un médico, aunque estaba trabajando para una entidad que
exigía exámenes periódicos a su personal y más en mi caso, siendo un hombre que
ya había cruzado el umbral de los 60 y estaba próximo al retiro forzoso. La última
vez me había atendido el Doctor Velásquez, un hombre grueso, de mirada cansada,
que parecía tener la edad con que cuento.
De inmediato el Doctor Velásquez me hizo sentar frente a su escritorio y
procedió a preguntar sobre el motivo de mi consulta, cuánto tiempo hacía que
sentía esa dolencia, si en mi familia había alguien padeciendo lo mismo… en
fin, detalles que le permitieran tener una idea clara de lo que estaba
afectando mi salud. Me indicó que subiera a una báscula digital. Luego me hizo
acostar en una camilla, hizo un registro de mi presión arterial y procedió a
auscultarme. Aspire
profundo. Suelte. Aspire. Suelte. Me tomó la
temperatura. Introdujo algo en mi cavidad auditiva. Me puso la luz de una
linterna en los ojos. ¿Fuma? Es que lo escucho toser con frecuencia. Le manifesté que no, que no era tos de fumador. Que era tos de viejo
profesor por haber tragado tiza de cal durante 17 años. Finalmente pidió que me
sentara de nuevo frente a su escritorio para comunicar el diagnóstico: No es nada grave, don Manuel; parece
ser un problema en el oído medio, pero si no lo remito al especialista ahora
mismo y no tratamos esto con algunos medicamentos, entonces sí tendrá de que
preocuparse.
Escribió algunas cosas en los formatos de la carpeta que constituían mi
historia clínica y extendiendo su mano, después de treinta y cinco minutos, me
despidió con recomendaciones de seguir al pie de la letra su tratamiento.
***
Hace poco tuve que
regresar a consulta médica y pregunté por el Doctor Velásquez. Me contestaron
que ya no trabajaba allí. Renunció. Al entrar al consultorio vi a una mujer
joven, demasiado joven para ser una profesional de la medicina. Como no soy de
los que abre brechas generacionales ni desconfía totalmente de la capacidad de
los neófitos, asumí con naturalidad el rol de paciente. Sentada frente a la
pantalla de un computador, sin siquiera dirigirme la mirada, me dijo: siéntese.
Silencio milenario. La doctora continuó frente al computador y -siempre sin
mirarme- preguntó: ¿Qué
te pasa? Intenté decirle que a eso acudía a su
consultorio: a que indicara qué me pasaba, pero no quise entrar en diálogo con
una espada guerrera en la mano. Le solté el rollo: Es lo del oído, mire que...
Ah, no, es sólo el derecho… Sí, los grillos me chirrían todo el tiempo… Claro,
el vértigo es una cosa muy jodida… Sin darse tiempo para nada, me tomó la
presión arterial y recorrió mi espalda con el estetoscopio. Regresó al
computador y se dio a la tarea de digitar tan veloz como si estuviera
chateando. ¿Tu
mamá o tu papá sufren de la presión o tienen problemas de colesterol? ¿Es
alérgico a alguna medicina? ¿Te le han hecho alguna cirugía? No.
No. Sí. El examen-encuesta tardó más o menos diez minutos. Quince, siendo muy
generoso con la doctora. Sin darme la mano, deslizó hacia mí una tira de papel
y me indicó que en la recepción podía reclamar la fórmula. Chao.
...frente a la pantalla de un computador, sin siquiera dirigirme la mirada |
Ya con la fórmula
en la mano y la prescripción de acetaminofén a la lata, entendí por qué el
Doctor Velásquez ya no trabajaba allí. Es que se demoraba veinte o treinta
minutos más con el paciente. Es que prescribía medicamentos de calidad, que
incluso no estaban incluidos en el POS, con la advertencia de que: De pronto tiene que comprar algunos,
don Manuel. Es que en la universidad el Doctor
Velásquez sí asistió a las clases de ética hipocrática. Es que, sin importar la
edad o la experiencia, hay una gran diferencia entre un Doctor y un doctor. O
una doctora.
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