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9/06/2017

Algo va del Doctor al doctor. O la doctora.


Llevaba tres años sin ir al consultorio de un médico, aunque estaba trabajando para una entidad que exigía exámenes periódicos a su personal y más en mi caso, siendo un hombre que ya había cruzado el umbral de los 60 y estaba próximo al retiro forzoso. La última vez me había atendido el Doctor Velásquez, un hombre grueso, de mirada cansada, que parecía tener la edad con que cuento.

De inmediato el Doctor Velásquez me hizo sentar frente a su escritorio y procedió a preguntar sobre el motivo de mi consulta, cuánto tiempo hacía que sentía esa dolencia, si en mi familia había alguien padeciendo lo mismo… en fin, detalles que le permitieran tener una idea clara de lo que estaba afectando mi salud. Me indicó que subiera a una báscula digital. Luego me hizo acostar en una camilla, hizo un registro de mi presión arterial y procedió a auscultarme. Aspire profundo. Suelte. Aspire. Suelte. Me tomó la temperatura. Introdujo algo en mi cavidad auditiva. Me puso la luz de una linterna en los ojos. ¿Fuma? Es que lo escucho toser con frecuencia. Le manifesté que no, que no era tos de fumador. Que era tos de viejo profesor por haber tragado tiza de cal durante 17 años. Finalmente pidió que me sentara de nuevo frente a su escritorio para comunicar el diagnóstico: No es nada grave, don Manuel; parece ser un problema en el oído medio, pero si no lo remito al especialista ahora mismo y no tratamos esto con algunos medicamentos, entonces sí tendrá de que preocuparse.  Escribió algunas cosas en los formatos de la carpeta que constituían mi historia clínica y extendiendo su mano, después de treinta y cinco minutos, me despidió con recomendaciones de seguir al pie de la letra su tratamiento.

*** 

Hace poco tuve que regresar a consulta médica y pregunté por el Doctor Velásquez. Me contestaron que ya no trabajaba allí. Renunció. Al entrar al consultorio vi a una mujer joven, demasiado joven para ser una profesional de la medicina. Como no soy de los que abre brechas generacionales ni desconfía totalmente de la capacidad de los neófitos, asumí con naturalidad el rol de paciente. Sentada frente a la pantalla de un computador, sin siquiera dirigirme la mirada, me dijo: siéntese. Silencio milenario. La doctora continuó frente al computador y -siempre sin mirarme- preguntó: ¿Qué te pasa? Intenté decirle que a eso acudía a su consultorio: a que indicara qué me pasaba, pero no quise entrar en diálogo con una espada guerrera en la mano. Le solté el rollo: Es lo del oído, mire que... Ah, no, es sólo el derecho… Sí, los grillos me chirrían todo el tiempo… Claro, el vértigo es una cosa muy jodida… Sin darse tiempo para nada, me tomó la presión arterial y recorrió mi espalda con el estetoscopio. Regresó al computador y se dio a la tarea de digitar tan veloz como si estuviera chateando. ¿Tu mamá o tu papá sufren de la presión o tienen problemas de colesterol? ¿Es alérgico a alguna medicina? ¿Te le han hecho alguna cirugía?  No. No. Sí. El examen-encuesta tardó más o menos diez minutos. Quince, siendo muy generoso con la doctora. Sin darme la mano, deslizó hacia mí una tira de papel y me indicó que en la recepción podía reclamar la fórmula. Chao.

...frente a la pantalla de un computador, sin siquiera dirigirme la mirada
Ya con la fórmula en la mano y la prescripción de acetaminofén a la lata, entendí por qué el Doctor Velásquez ya no trabajaba allí. Es que se demoraba veinte o treinta minutos más con el paciente. Es que prescribía medicamentos de calidad, que incluso no estaban incluidos en el POS, con la advertencia de que: De pronto tiene que comprar algunos, don Manuel. Es que en la universidad el Doctor Velásquez sí asistió a las clases de ética hipocrática. Es que, sin importar la edad o la experiencia, hay una gran diferencia entre un Doctor y un doctor. O una doctora.


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