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PARA LO QUE HAY QUE VER...

PARA LO QUE HAY QUE VER...

Llevo cincuenta años atajando la miopía. Al comienzo no la noté, pues se vino agazapada en las sombras, y en las sombras todo es confuso. Además, uno se va acomodando a las circunstancias y temina considerando normal lo que en verdad no lo es. Fue lo que me ocurrió un día, leyendo el “Inno a Satana” de Giosuè Carducci, en una edición impresa con caracteres muy pequeños, Times New Roman 10, si mal no recuerdo. Me metí tan de lleno en la lectura que no supe en qué momento me vi con las páginas del libro pegadas a mi nariz. Entonces –solo hasta entonces– comprendí que mi capacidad de ver las cosas (las materiales y las de mi vida) había disminuido notoriamente. Empujado por la necesidad, acudí a un optómetra, hombre ya de cierta edad que me examinó con minuciosidad y diagnosticó que yo tenía un serio problema de miopía y debía usar gafas para corregirlo. ¡Qué le vamos a hacer! pensé con resignación benedictina. Luego de un minucioso examen, me condujo hasta un salón iluminado con lámparas de neón y extendiendo la mano hacia unas vitrinas adosadas a la pared me dijo «Escoja usted las que más le gusten». Escogí unas de aro redondo recubierto con acetato negro, como las de John Lennon, pues guardaba la firme esperanza de lograr algún parecido con el músico. No fue así. Por más que me mirara en el espejo desde diferentes ángulos, seguía siendo yo, el que ya no tenía el pelo casi cayendo sobre los hombros ni esa sonrisa entre cínica y de adolescente rebelde que había aprendido para molestar a la decencia, pues, para mi desgracia, en esos tiempos entré a trabajar en una oficina del gobierno nacional y estaba obligado a disfrazarme de gente normal. Cuando mis amigos de la esquina me vieron, exclamaron en coro: «¡Uyyyyy, pero es que éste man se nos volvió doctor!» Eso me obligó a mantenerlas en el bolsillo de la camisa y usarlas solo cuando no se cruzaba en mi camino alguien conocido. Aún así, sentía cierta aprehensión –casi vergüenza– de que me vieran con gafas, sobre todo con las “lennon”, que así las fui llamando.

Muy pronto me di cuenta que volvía a pegar los libros a mi nariz, por lo que acudí nuevamente donde el optómetra. Otro examen. Otro diagnóstico. «¿Quién tiene problemas de ojos en su familia?» me preguntó. Todos los Cedeños, le respondí, confiando en que esa S de más en el apellido pasaría inadvertida. No era cierto. No todos los Cedeño “sufrían” de los ojos. Por eso le di énfasis al hecho de que mi abuelo José Ignacio, el padre de mi padre, habia perdido el ojo izquierdo por causa del glaucoma que se lo estalló, como decían con crudeza en casa. Por esa misma causa le habían extraído el derecho, en un procedimiento quirúrgico que le realizaron en Cali. Ese antecedente fue suficiente para que el optómetra me enviara a consulta con el oftalmólogo. Eso fue en el 75. Más exámenes. Otras gafas. Y la recomendación de volver cada seis meses para evaluación.

Desde hace tres años –tal vez cuatro– el asunto empezó a pintar mal cuando a pocos días estrenar unas de lentes bifocales progresivos hechos con zylonite (que me costaron un ojo de la cara, valga la ironía) alguien que pasaba por mi calle me saludó. Yo retorné el saludo mientras me preguntaba: ¿Quién me saludó? Así, repitiéndome la pregunta, llegué a la casa. Mientras comía, me la repetí. Y en la noche me atacó el insomnio preguntándome lo mismo: ¿Pero quién sería el que me saludó?

Para no emular a Scheherezade, la de las mil noches, les diré de una vez que en cincuenta años he ido a consulta con optómetras y oftalmólogos en más ocasiones que a las discotecas. Y cada vez noto que bailo mejor pero veo peor; al punto que en cincuenta años he estrenado más de veinte pares de gafas, en todos los estilos y todos los colores.

Lo que era una solución a la miopía se ha convertido en simple adorno frente a mis ojos; un adorno de tanta utilidad como un piercing en el ombligo. Las gafas las llevo solo por costumbre, como se lleva el pecado original o un oscuro secreto. Pero no me resigné. Si algo bueno heredé de los Cedeño y los Venegas es el don de la improvisación y las soluciones inmediatas. ¿Que se rompió un vidrio de la ventana? Póngale un cartón mientras tanto. Por eso, he recurrido a las lupas. Tengo dos: una de escritorio, con brazo flexible y luminaria led que utilizo para no pegar los libros a mi nariz, y otra de mano, muy útil para leer y escribir en el teléfono... porque para escribir en el portátil utilizo la extensión de una pantalla de 24 pugadas. Finalmente, decidí no volver donde el especialista. Para qué, si lo que voy a gastar en consultas y gafas lo puedo ahorrar para comprar un telescopio de gran potencia, como el de Monte Palomar.

PARA LO QUE HAY QUE VER

Llevo cincuenta años atajando la miopía. Al comienzo no la noté, pues se vino agazapada en las sombras y en la confusión. Además, uno se va acomodando a las circunstancias y temina considerando normal lo que en verdad no lo es. Pero un día, leyendo el “Inno a Satana” de Giosuè Carducci, me vi con las páginas del libro pegadas a mi nariz y entonces –solo hasta entonces– comprendí que mi capacidad de ver las cosas (las materiales y las de mi vida) se me estaba haciendo más limitada. Empujado por la necesidad, acudí a un optómetra, hombre ya de canas que me examinó con minuciosidad y diagnosticó que yo tenía un serio problema de miopía y debía usar gafas para corregirlo. ¡Qué le vamos a hacer! pensé con resignación benedictina. Luego me condujo hasta un salón iluminado con lámparas de neón y extendiendo la mano hacia unas vitrinas adosadas a la pared me dijo «Escoja usted las que más le gusten». Escogí unas de aro redondo recubierto con acetato negro, como las de John Lennon, pues guardaba la firme esperanza de que me dieran el parecido. No fue así –pese al empeño que puse– pues ya no tenía el pelo sobre los hombros ni esa sonrisa entre cínica y de niño rebelde. Para mi desgracia, en esos tiempos yo trabajaba en una oficina del gobierno nacional y debía disfrazarme de gente decente. Cuando mis amigos de la esquina me vieron, exclamaron en coro: «¡Uyyyyy, pero es que éste man se nos volvió doctor!» Eso me obligó a mantenerlas en el bolsillo de la camisa y usarlas solo cuando no se cruzaba en mi camino alguien conocido. Aún así, sentía cierta aprehensión –casi vergüenza– de que me vieran con gafas, sobre todo con las “lennon”, que así las fui llamando.

Muy pronto me di cuenta que yo volvía a pegar los libros a mi nariz, por lo que acudí nuevamente donde el optómetra. Otro examen. Otro diagnóstico. «¿Quién tiene problemas de ojos en su familia?» me preguntó. Todos los Cedeños, le respondí, confiando en que esa S de más en el apellido pasaría inadvertida. No era cierto. No todos los Cedeño "sufrían" de los ojos. Por eso le di énfasis al hecho de que mi abuelo José Ignacio, el padre de mi padre, habia perdido el ojo izquierdo por causa del glaucoma que se lo estalló, como decían en casa. Por esa misma causa le habían extraído el derecho, en un procedimiento quirúrgico que le realizaron en Cali. Por esos antecedentes fue que el optómetra me envió a consulta con el oftalmólogo. Eso fue en el 75. Más exámenes. Otras gafas. Y la recomendación de volver cada seis meses para evaluación.

Desde hace tres años el asunto empezó a pintar mal cuando a pocos días estrenar unas de lentes bifocales progresivos hechos con zylonite (que me costaron un ojo de la cara, valga la ironía) alguien que pasaba por mi calle me saludó. Yo retorné el saludo mientras me preguntaba: ¿Quién me saludó?. Así, repitiéndome la pregunta, llegué a la casa. Mientras comía, me la repetí. Y en la noche me atacó el insomnio preguntándome lo mismo: ¿Pero quién sería el que me habló?

Para no emular a Scheherezade, les diré de una vez que en cincuenta años he ido a consulta con optómetras y oftalmólogos en más ocasiones que a las discotecas. Y cada vez noto que bailo mejor pero veo peor; al punto que en cincuenta años he estrenado más de veinte pares de gafas, en todos los estilos y todos los colores.

Lo que era una solución a la miopía se ha convertido en simple adorno, de tanta utilidad como un piercing en el ombligo. Las gafas las llevo solo por costumbre. Ahora me toca echar mano de las lupas. Tengo dos: una de escritorio, con brazo flexible y luminaria led que utilizo para no pegar los libros a mi nariz, y otra de mano, muy útil para leer y escribir en el teléfono... porque para escribir en el portátil utilizo la extensión de una pantalla de 24 pugadas. Finalmente, decidí no volver donde el especialista. Para qué, si lo que voy a gastar en consultas y gafas lo puedo ahorrar para comprar un telescopio de gran potencia, como el de Monte Palomar.

LOS INESPERADOS AMIGOS QUE UNO SIEMPRE ESPERA

La literatura universal está llena de esos personajes que pasan toda su vida esperando algo. Ahí tenemos, por ejemplo, al Coronel quien estuvo bajo la órdenes de Aureliano Buendía y murió a la espera de una pensión que nunca llegó. Yo no espero nada. Ni a nadie. Sin embargo, a veces sucede que abro la cuenta de Facebook y me encuentro con una solicitud de amistad. ¿Pancrasio Gutiérrez? No lo conoco. Solicitud rechazada. Seguramente quería averiguar mis intereses. A lo mejor está buscando incrementar sus dos quinietos “amigos”, de los cuales no conoce personalmente ni el 10%. Como sea, no me interesa. Por norma impuesta lo que hago es mirar el perfil del solicitante, quiénes figuran entre sus contactos, de dónde es, y lo más importante: qué clase de contenido publica, pues ya me hastié de discutir con personas que no construyen el andamiaje de una controversia inteligente sino que argumentan con estupideces que otros estúpidos publicaron en “memes” huecos, sin respaldo alguno.

Sucede que hace no sé cuanto tiempo Alberto Rodríguez García me envió solicitud de contacto. Su nombre no me sonó conocido, tengo que decirlo. Su cara tampoco. Pero tenía algo que no me hizo entrar en desconfianza: Teníamos nueve verdaderos amigos en común, no amigos de cartulina. Luego le eché una ojeada a sus publicaciones. Buena redacción. Buen contenido, serio, sustentado. Entonces acepté, como acepta una novia la propuesta de matrimonio. De ahí en adelante no hemos encontrado con alguna frecuencia en esa red de mentiras, burlas e insultos donde, no obstante, algunos le hacemos espacio a la verdad y al respeto.

A eso de la 1:30 p.m. timbró mi celular, lo cual me pareció en extremo extraño pues nadie me hace llamadas telefónicas, excepto mi madre que siempre me marca en horas de la mañana. Era Alberto Rodríguez García. ¡Qué grata sorpresa! Y yo que tenía la intención de escribirle. Estuvimos hablando durante veinte minutos –quizá algo más- y fue como si nos conociéramos de toda la vida. Tocamos este tema y el otro y hasta alcanzamos a bromear un poco. Hicimos recuento de los amigos en común; incluso conjeturamos que al haber estudiado con esos amigos en el bachillerato, existía la posibilidad de que hubiéramos compartido el mismo salón de clases. Hablamos de luchas, de exilios, de males del cuerpo, de escitos propios, de labores inconcebibles... Al colgar (ya no colgamos sino que pulsamos sobre un icono) tuve la sensación de haber charlado con un inesperado amigo... uno de esos que uno siempre espera.

LOS HEREDEROS DE LA VIOLENCIA

Con mi madre estuve charlando el sábado anterior, tal como ocurre cada ocho días cuando voy a visitarla a Tuluá. Ella tiene un montón de recuerdos que deja escapar a cuentagotas para que no se nos acaben los temas. El sábado anterior le pregunté algo relacionado con uno de sus tíos a quien suele recordar con especial cariño.

—Mi tío Toño, Antonio Venegas, era un hombre muy bueno. Sus hijos se fueron con él a vivir a Cali cuando los ‘pájaros’ lo sacaron, con su mujer y sus hijos, amenazado de su finca. Usted conoce la historia, hijito.

Sí, claro que conozco la historia. Hasta hoy se sigue contando y recontando en la familia, y yo la inserté en la novela que publiqué hace tres años. Ah, pero mi madre no ha leído la novela porque ella no tiene esa costumbre y, además, anda corta de vista.

Foto sacada de la página web del Centro de Memoria, paz y Rconciliación http://centromemoria.gov.co/tag/violencia/


—¿Y quién le robó la finca a Toño? —Le pregunté para poner a prueba su memoria. Después de todo si ya me falla a los 75 años, con mayor razón a ella que tiene 93.

Para mi sorpresa me contestó sin titubear:

—Ese bandido de Alfonso Franco, que vivía a una cuadra del parque de La Ermita.

Entonces nos dimos a la tarea de desenterrar pájaros, bandoleros, asesinos de la violencia que andaban por las calles de Roldanillo como Pedro por su casa, patrocinados y protegidos por el glorioso partido conservador.

—Hasta doctores estuvieron jalando el gatillo para acabar con los liberales susurró mi madre como si aún estuviera viviendo los terroríficos días y noches de La Violencia. —Imagínese, mijo, que hasta el doctor R, ese que yo atendía cada quince en mi peluquería. Recuerde.

—¿El doctor R? —Le pregunté con asombro fingido, tratando de dibujar en mi cara un gesto exagerado.

Sin pretenderlo, accioné la palanca que liberó varios nombres. Mi madre los iba desgranando echando mano de esa parsimonia que la edad había acentuado. Yo había conocido a muchos de los mencionados. De otros ni siquiera sabía de su existencia.

¿Todavía vive en Roldanillo ese tal H? —preguntó ella. Y agregó: Ése mató a muchos, entre ellos a un carnicero por los lados de La Planeta.

No, madre, H murió hace mucho tiempo. Pero su familia es muy respetada y algo adinerada.

—Pues será ahora, porque hace años ese viejo era un comemierda, más que nosotros que no teníamos sino necesidades. Cuando se calmó La Violencia resultó con finca y ganado en La Tulia y Primavera. Otros se quedaron con casas y hasta montaron negocios en el pueblo. Todos sabemos como consiguieron plata esos bandidos.

Mi madre hablaba con rabia contenida. Yo podía sentir el dolor que aún le causaba remover los restos de un pasado que cada día nos era más lejano. Sin embargo, dejé que siguiera mencionando nombres, familias y prestigios levantados sobre los cadáveres de los despojados. Era como si abriera las páginas de un directorio telefónico criminal. Finalmente desvié la conversación hacia otros tópicos menos escabrosos y terminamos riendo con los bochinches de la semana.

De regreso al pueblo, observando por la ventilla de la buseta ese paisaje de caña y deforestación en que se ha convertido el Valle, repasé los motivos que llevan a que todos nos miremos con desprecio y existan algunos que quieran pasar atropelladamente sobre los demás: Es que no se trata de enfrentamientos ideológicos, sino de odios que desde hace muchos años se enquistaron en nuestros genes para disfrazar supuestos intereses políticos. Eso lo sabemos desde hace mucho rato, pero lo olvidamos con tal rapidez que damos vuelta a las páginas de la historia real sin haber terminado la lectura. Las cinco o seis anteriores generaciones fueron los padres de La Violencia y algunos hicieron riqueza con mucho esfuerzo, sudor y sangre, pero de otros. Las actuales generaciones son los hijos de la violencia. Y algunos son los herederos de capitales que se levantaron sobre los cadáveres de cientos de miles de colombianos. Pero ellos aparentan no saberlo.

ASDRÚBAL

Las viejas agüeristas de todos los tiempos tienen por cierto que los sueños significan algo. Por ejemplo, si sueñas con un pariente o un amigo que ya murió, es que algo quedaste debiendo a esa persona y te lo está reclamando desde el más allá; pero si sueñas con espaguetis simboliza la abundancia, la madurez y la longevidad. En cambio, si sueñas con maletas no es el presagio de un largo viaje, sino el anuncio de la necesidad de cambios de trabajo o de vivienda. Eso es lo que dicen las viejas agüeristas… Porque Sigmund Freud en su obra científica “La interpretación de los sueños” dice otra cosa.

Todo esto es porque anoche soñé con un amigo a quien no veo desde hace muchísimo tiempo. Asdrúbal Henao Gutiérrez es su nombre y, por supuesto, también es amigo de todos ustedes, pues a Asdrúbal lo conoce todo el mundo. Bueno, todo el mundo en Roldanillo y sus alrededores. En el sueño lo vi bajando de un automóvil, todo vestido de blanco, incluso los zapatos. Hola, amigo, ¿y esa pinta? Le pregunté. La respuesta se quedó en el aire porque ahí terminó el sueño o -tal vez- porque al despertar solo pude retener una parte de lo soñado.

Lo cierto es que a las seis de la mañana me senté frente al portátil pensando que Asdrúbal Henao es otro personaje como el de Cervantes, que anda por ahí montando en su Rocinante viendo molinos donde, en realidad, solo hay gigantes contra los que hay que irse lanza en ristre. En ese pequeño universo en el que se mueve, él es el altruista, el solidario, el vocero que recurre a los medios de comunicación para tratar de sacar adelante campañas cívicas en pro de todo. Tal vez por nuestra afinidad en las cosas de la literatura, su nombre siempre lo asocio al escritor que recoge anécdotas, pasajes de su entorno, decires de su gente, historias locales que contribuyen a sostener la memoria de sus Higuerones. Y ese es su valor agregado.

Anoche soñé con un amigo. Ojalá Asdrúbal no crea en sueños agoreros porque, según dicen las viejas, eso trae mala suerte.