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5/10/2020

ABUELITO

Por arte de las convenciones socio-estadísticas, he ingresado a ese grupo de personas que, de la noche a la mañana y por las malas artes de un decreto, se encuentran llenas de limitaciones, restricciones, prohibiciones repentinas. He llegado a los 70 años de edad. Y ese solo accidente temporal hace que  la gente empiece a tratarme como si en lugar de una condición cronológica, yo estuviera en la etapa terminal de una vergonzosa enfermedad. O peor aún: Como si mi certificado de caducidad hubiera vencido y fuera forzoso desechar todo. A mí y mi certificado.

Fue por eso que hoy salí al centro a realizar una diligencia y pasé en tres ocasiones junto a dos policías motorizados. Con ello buscaba, asumiendo la más infantil actitud, que detuvieran mi marcha, que me pidieran documentos, que me vieran como un objetivo al que se debe someter a escrutinio. A la tercera fue la vencida. Luego de revisar detenidamente cédula y licencia de movilidad de mi moto, el policía me dijo, con amabilidad, que debía estar en mi casa por ser mayor de 70. Con igual amabilidad le corregí: Soy menor de 70 porque sólo hasta la próxima semana los cumplo. ¿Se dan cuenta? De la  noche a la mañana, de una semana para otra tendré todas las limitaciones que unas normas me imponen de manera arbitraria, todo esto sin contar los desagradables cambios que me esperan en el trato social. 

A propósito de tratos sociales, hace diez años, cuando apenas tenía 60 añitos, entré a un almacén de la calle Sarmiento de Tuluá y una de las empleadas me recibió con un "Siga, mi amor, qué está buscando". Sentí un golpe seco en el estómago que me dobló enseguida, haciéndome rodar por el piso. Es que detesto que  me digan “mi amor”. Únicamente se lo permitiría a mi mujer  que, por fortuna para ambos, nunca se ha dirigido a mí de esa almibarada forma. Bueno, rápidamente me recuperé y me disculpé con la empleada: Perdone, señorita, pero es que no recuerdo en qué motel nos conocimos. Ese fue un golpe bajo, más bajo aún que el que yo recibí de ella. Acepté su indignación y, por supuesto. el calificativo de patán que me arrojó a los pies. Me hizo algunos reproches -en voz baja para no ser escuchada por su empleadora- pero se negó a reconocer que yo también tenía motivos para estar indignado, enojado, alterado por su tratamiento inadecuado. 

Hace dos meses entré al mismo almacén, con la seguridad de no encontrar a aquella empleada. ¿Después de diez años? Imposible. Así fue. Esta vez me recibió una joven, casi adolescente, que se dirigió a mí con un: "Siga, abuelito, qué se le ofreeeece" Esta vez sentí no solo un golpe en el estómago sino la patada de una mula en los testículos. ¿Abuelito? Confieso que me falló el arsenal de respuestas para toda ocasión y me quedé sin argumentos cáusticos para replicar. 



Si, claro: Tengo consciencia que ya no soy joven. Soy un hombre viejo. Un viejo de 70 años que ya no tiene las mismas habilidades que hace hace dos décadas. Mis condiciones físicas han disminuido. Mis fuerzas ya no alcanzan a levantar los pesos que antes levantaba como si nada. Pero no tengo problemas diabéticos, ni de colesterol. Tampoco de trigliseridos. Mi corazón sigue galopando sin estímulos eléctricos. Respiro sin necesidad de una pipa de oxígeno. Mi oído no es como el del hombre biónico, pero aún no tienen que repetirme los bochinches. En general funciono como un vehículo antiguo con buen motor. Quizá deba exceptuar la molestia que hace poco vengo sintiendo en un talón, pero a estas alturas algo tiene que molestar.  aún coordino mis ideas y puedo plasmarlas sin dificultad en la pantalla de mi tablet o de mi laptop. Lo que quiero decir es que el simple hecho de tener 70 años no me convierte en  "abuelito". Ni siquiera abuelo, pues no tengo nietos. No los conozco. Mis hijos, menores aún, están muy lejos de procrear y cuando lo hagan ya no me importará. Así que lo de "abuelito" no encaja en mí y por eso me exaspera que me lo digan, tanto como si alguien metiera, como al descuido, una serpiente cascabel en el bolsillo izquierdo de mi pantalón.

No soy asiduo de los consultorios médicos y, por eso, no me ha tocado soportar la situación que suele vivir mi madre (sí, mi madre vive y en plenitud de sus facultades mentales. Mi padre también) mi madre, que tiene 86 años, se sale de la ropa cuando alguna enfermera le habla con voz impostada, como si se dirigiera a un bebé de meses. "¡Estúpidas! ¿Acaso creen que soy retardada?" protesta mi madre con justa razón. Creo que yo también reaccionaría de igual manera si me hablaran en el idioma de los agú-agú-agú. Es que, después de todo, habremos perdido los impulsos de la juventud, pero jamás el merecimiento del respeto. 

Somos viejos. Pero nuestra dignidad sigue intacta. 


Roldanillo, 10 de mayo de 2020.