José Pollo ya había
pasado los cincuenta cuando lo conocí en mi niñez. Era dueño de una tienda -que
más parecía el cuarto de los trastos viejos- ubicada en la esquina diagonal a
la "Rosa blanca" y en frente de la escuela Francisco José de Caldas.
...la esquina diagonal a la "Rosa blanca" |
José Pollo era
poseedor de dos particularidades: su ropa siempre estaba sucia y no usaba
zapatos, lo que en realidad era lo usual en esa época entre personas de pocos
recursos. Y era ciego, limitación que bien podía disculpar el desorden de su
tienda. Al traspasar la puerta era fácil tropezar con un costal de herraduras,
un cajón lleno de trebejos o una caja de cartón conteniendo cualquier cosa.
Sobre el mostrador de madera, en el que se acumulaba el polvo en capas de mucho
tiempo, el canasto de los huevos y una pequeña vitrina con compartimientos para
las distintas golosinas estaban a la mano de los escasos clientes.
Era admirable que
alguien entrara a comprar algún comestible, pero más admirable aún
era que José Pollo pudiera atender, desde su ceguera, a quien iba a comprar una
papeleta de café, media de azúcar o de sal o cuatro pastillas de chocolate. Él,
como casi todos los ciegos, conocía su universo. Bastaba con que alargara el
brazo y palpara las botellas de gaseosa para tener la certeza del nombre de la
fábrica que las había producido. Y lo mas increíble: el sabor. Años después yo
descubriría que esa facultad la debía a quien ponía las botellas en la
estantería, acomodándolas de tal manera que el ciego pudiera ubicarlas sin
equívocos.
Lo que el tendero no pudo ubicar fue la natural y milenaria perversidad de los niños; pero
especialmente de cuatro niños, primos entre sí: Adolfo León, Carlos Arturo,
Jesús Antonio y Aníbal Manuel. Los tres mosqueteros, nos llamaba Mercedario,
cuñado de mi padre, luego de enterarse de las pilatunas que solíamos hacerle a
José Pollo. Nuestra favorita era entrar en puntillas y, a la señal convenida,
golpear con fuerza sobre el mostrador de madera. El estruendo causaba tremendo
sobresalto a nuestro hombre. Repuesto del susto y orientado por las carcajadas,
salía tras de nosotros. Nosotros, sin premura alguna, nos íbamos confiados en
que su ceguera nunca nos alcanzaría.
Esa era la travesura
más inocente. Al pasar hoy por la calle novena, la Calle del Quindío, me detuve
un momento en esa esquina, evocando épocas tan lejanas como sesenta años. Mirando
hacia la antigua escuela Caldas recordé las peleas en las que estuve
involucrado con mis compañeros de salón por razón de ser mi padre quien, en
otra faceta de su oficio de carpintero, elaboraba con dedicación las reglas de
madera con las que Roberto Serna nos golpeaba en la palma de las manos. Un
reglazo por cualquier pendejada. Tres reglazos si lo ameritaba. Recordé los
helados de leche de la “Rosa blanca”. Y los dulces de arroz de “La bola
roja”.
José Pollo ya no
vive. Sin embargo, justo en el momento de emprender regreso hacia el parque
Gaitán, pude escucharlo cuando, claramente, gritaba: “¡Estos vergajos me las
van a pagar!” y a Adolfo respondiendo: “¡Por acá, por acá!” mientras yo corría
detrás de Chucho y Arturo en dirección a la casa de la tía Susana.