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12/22/2020

José Pollo

José Pollo ya había pasado los cincuenta cuando lo conocí en mi niñez. Era dueño de una tienda -que más parecía el cuarto de los trastos viejos- ubicada en la esquina diagonal a la "Rosa blanca" y en frente de la escuela Francisco José de Caldas. 

...la esquina diagonal a la "Rosa blanca"

José Pollo era poseedor de dos particularidades: su ropa siempre estaba sucia y no usaba zapatos, lo que en realidad era lo usual en esa época entre personas de pocos recursos. Y era ciego, limitación que bien podía disculpar el desorden de su tienda. Al traspasar la puerta era fácil tropezar con un costal de herraduras, un cajón lleno de trebejos o una caja de cartón conteniendo cualquier cosa. Sobre el mostrador de madera, en el que se acumulaba el polvo en capas de mucho tiempo, el canasto de los huevos y una pequeña vitrina con compartimientos para las distintas golosinas estaban a la mano de los escasos clientes. 

Era admirable que alguien entrara a comprar algún comestible, pero más admirable aún era que José Pollo pudiera atender, desde su ceguera, a quien iba a comprar una papeleta de café, media de azúcar o de sal o cuatro pastillas de chocolate. Él, como casi todos los ciegos, conocía su universo. Bastaba con que alargara el brazo y palpara las botellas de gaseosa para tener la certeza del nombre de la fábrica que las había producido. Y lo mas increíble: el sabor. Años después yo descubriría que esa facultad la debía a quien ponía las botellas en la estantería, acomodándolas de tal manera que el ciego pudiera ubicarlas sin equívocos. 

Lo que el tendero no pudo ubicar fue la natural y milenaria perversidad de los niños; pero especialmente de cuatro niños, primos entre sí: Adolfo León, Carlos Arturo, Jesús Antonio y Aníbal Manuel. Los tres mosqueteros, nos llamaba Mercedario, cuñado de mi padre, luego de enterarse de las pilatunas que solíamos hacerle a José Pollo. Nuestra favorita era entrar en puntillas y, a la señal convenida, golpear con fuerza sobre el mostrador de madera. El estruendo causaba tremendo sobresalto a nuestro hombre. Repuesto del susto y orientado por las carcajadas, salía tras de nosotros. Nosotros, sin premura alguna, nos íbamos confiados en que su ceguera nunca nos alcanzaría. 

Esa era la travesura más inocente. Al pasar hoy por la calle novena, la Calle del Quindío, me detuve un momento en esa esquina, evocando épocas tan lejanas como sesenta años. Mirando hacia la antigua escuela Caldas recordé las peleas en las que estuve involucrado con mis compañeros de salón por razón de ser mi padre quien, en otra faceta de su oficio de carpintero, elaboraba con dedicación las reglas de madera con las que Roberto Serna nos golpeaba en la palma de las manos. Un reglazo por cualquier pendejada. Tres reglazos si lo ameritaba. Recordé los helados de leche de la “Rosa blanca”. Y los dulces de arroz de “La bola roja”. 

José Pollo ya no vive. Sin embargo, justo en el momento de emprender regreso hacia el parque Gaitán, pude escucharlo cuando, claramente, gritaba: “¡Estos vergajos me las van a pagar!” y a Adolfo respondiendo: “¡Por acá, por acá!” mientras yo corría detrás de Chucho y Arturo en dirección a la casa de la tía Susana.

 

10/06/2020

El gran Respinosa y el escudo de Roldanillo

En el hall del Teatro Moderno de Zarzal el hombre estaba en cuclillas frente a un pliego de papel amarillento adherido al armazón de madera que hacía de cartelera. En grandes letras rojas con bordes negros la palabra HOY escrita en las dos  esquinas superiores. El hombre se preparaba para arremeter, con el pincel en una mano y una regla de madera en otra, con el título de una película. Una de charros mexicanos, seguramente. Era Reinaldo Espinosa Astudillo, nacido en Cali el 12 de mayo de 1931, pero tan roldanillense como la Calle Caliente, pues a este pueblo lo trajeron cuando apenas estaba dando los primeros pasos. 

El pasado fin de semana, transcurridos sesenta y dos años de esa visión evocativa y después de ver cómo el cielo se desfondaba por el peso de una enorme granizada, fuimos a ver a Reinaldo. Es decir: Josías y yo fuimos bajando a pie por la calle 8, luego volteamos por La Amistad para coger por el único andén de la Avenida Omar Rayo y buscar la casa de Reinaldo en el barrio Holguín. Allá lo encontramos. sentado en una silla de mimbre, mirando cómo la vida continúa no obstante que esa estrecha vía de entrada al pueblo se convirtió en algo que definitivamente le cambió el paisaje. 



Reinaldo… El gran Respinosa, ése que siendo muy "pollo" entró a trabajar como ayudante de proyeccionista en el flamante Teatro Ortiz. ¿Se reventó la cinta? Eso sucedía con frecuencia, pero ahí estaba el joven Reinaldo para hacer los empates en un dos por tres. ¿Había que hacer cambio de rollo? Nadie como Reinaldo para hacerlo de manera tan sincronizada que los espectadores no lo notaban. Rápidamente reemplazó al proyeccionista. Y al publicista. Y al perifoneador. "Nadie me enseñó el arte de dibujar y hacer letreros" dice con voz cansada. "Yo mismo aprendí solo a hacer avisos, pasacalles y todas esas cosas". Todas esas cosas incluía la elaboración de mamarrachos de fin de año y muñecos festivos hechos de cartón piedra. Y carrozas temáticas para las ferias regionales. 

¿Recuerda cuando estuvimos en Tuluá haciendo las carrozas para la feria del 67? le pregunté, porque yo fui ayudante de Reinaldo. 

Sí, lo recuerdo, aunque hay muchas cosas que ya las he olvidado. Vea que ya no me acordaba de usted. Si no me dice que es hijo de la mona peluquera… 

Buena parte de la memoria se le ha extraviado. Es que tantas vivencias y experiencias y años recorridos y tantas personas con las que se ha encontrado en los cruces de su camino han terminado por confundirlo. Porque Reinaldo fue, además, animador, director técnico y dirigente de fútbol, desde cuando la actual cancha de fútbol con gradería era apenas un potrero polvoriento. Por su gestión ese potrero polvoriento fue encerrado con tapia de ladrillo. Por su gestión se construyó la gradería.

Ese estadio se hizo por mí… Claro que no fui yo solo; varios trabajaron por eso. ¿Iván Muñoz o Álvaro García? Sí, creo que fue Iván Muñoz… Ya no recuerdo. Sí, Iván Muñoz metió el hombro porque él era muy cívico. Álvaro García fue otro. Se me olvida todo. Mire que no recordaba que usted me estuvo ayudando a armar carrozas en Tuluá. 

También nosotros habíamos olvidado que nuestra visita obedecía a un asunto que nos había llamado la atención: La historia del escudo de Roldanillo, del que Reinaldo era su creador. Nos estábamos preguntando por qué solo después de cuatrocientos años cayeron en la cuenta que esta aldea no tenía escudo de armas, queríamos saber de su simbología, necesitábamos sacudirnos algunas dudas. 

Sí, yo hice el escudo de Roldanillo por encargo de… ¿Del alcalde? No me acuerdo. O del Concejo. Tal vez fue de la junta del IV Centenario… Sí, fue la junta la que me contrató. 


Consultando un ejemplar de "IV CENTENARIO", dirigido por Omar Tirado Espinosa y Elmo Augusto Cruz, encontramos que la junta del IV Centenario estaba conformada por el entonces alcalde, Luis Eduardo Osorio, Melba Madrid, los padres Bernardo Echeverry y Antonio Gutiérrez, Beatriz García, Eduardo Cruz y Álvaro Obregón. Ese ejemplar destaca la imagen de Francisco Redondo Ponce de León, dibujo hecho muy posiblemente por un niño de pre-escolar. 

La junta me encargó el escudo y que lo necesitaban rápido. Para dibujarlo yo me inspiré en las cosas que representan a Roldanillo: La capilla de La Ermita, que fue por donde entré. Un libro abierto que son los escritores y todos los artistas de aquí. Dos ríos que son el Cáceres y el Aguablanca porque por ahí estuvo el asentamiento de los indios gorrones. A un lado una rama de algodón que era muy abundante y ya no se ve y al otro lado una mata de maíz con mazorcas, que era otro cultivo abundante.

La pérdida irremediable de la memoria del gran Respinosa dejó muchos vacíos y la necesidad de conocer más detalles. Sin embargo, los recursos para la consulta técnica son más difíciles de hallar que el santo grial. No existe un archivo histórico, las fuentes de información están restringidas por protocolos que parecen tener la intención de borrar el pasado, los relatos de hechos relevantes semejan cuentos de hadas con héroes de cartulina que nunca se sentaron en la taza del sanitario, con símbolos cuya significación metafórica queda en el plano de lo fantástico. En pocas palabras: La historia Roldanillo no es más que una sucesión de imprecisiones, situaciones acomodadas a la mejor conveniencia, mentiras piadosas que, sin embargo, no se apiadan de la realidad que pasa frente a nuestros ojos. O como lo he dicho en otras ocasiones: Es una historia pegada con babas.

Lo único cierto, pues,  es que el escudo de Roldanillo fue creado, en la prisa de la improvisación, por un publicista de cinematógrafo. Este pueblo, que se jacta de rancios abolengos y de la estirpe de sus hijos (casi tanto como se enorgullece del pedigree de sus caballos) había olvidado durante cuatrocientos años que todo feudo tiene su escudo. Por eso, en ese orden de ideas, es conveniente que se encargue desde ya a un calígrafo gótico, de los que marcan diplomas, la elaboración del acta de fundación de este pueblo. Así, en el 2026 los patricios de la junta de los 450 años no tendrán que correr cuando se enteren que ese documento no existe y que, como algunos dicen,  Roldanillo no fue fundado el 20 de enero de 1576 o que su fundador no fue Francisco Redondo Ponce de León, ese mismo del que solo se conoce un dibujo hecho a las carreras posiblemente por un niño de pre-escolar.


9/26/2020

El síndrome del uniforme.

Hay, al menos, tres clases de uniformes: los que se visten para ejercer cierta autoridad como los del ejército y la policía, los que se visten para aceptar la sumisión impuesta, como el de los escolares y obreros de fábricas; y los que se visten para identificar el ejercicio de una profesión, oficio o actividad, como el de los médicos y enfermeras.

El uniforme del ejército y la policía, los guardianes de las cárceles y los agentes de tránsito, no solo confieren autoridad -en mayor o menor medida- sino sensación de poder físico. Una cosa es un soldado o un policía uniformado y otra, bien distinta, es con traje de calle. El uniformado siente que una invencible fuerza infla su espíritu y lo convierte en un ser extraordinario, inmune a cualquier cosa y con licencia para hacer lo que le dé la gana, aunque ese querer contradiga las normas formalmente establecidas en nuestra sociedad.

Un policía en vacaciones o un soldado en licencia no deja de serlo. Solo cesan temporalmente sus funciones. Sin embargo, la falta de uniforme lo desnuda, literalmente lo deja en cueros. El vestido de calle es como la kryptonita que debilita su ímpetu y lo reduce a la condición de simple mortal. Incluso el tono de su voz, antes autoritario y amenazante, se torna un tris amable y hasta traspasa los límites de su capacidad de socializar.

Para el policía o el soldado el uniforme lo es todo. No solo representa su institución… ¡Es su institución! Es la patria que debe defender, aunque no sepa qué es la patria ni donde diablos está. Es la familia que debe defender, pero no la que está integrada por sus parientes más cercanos sino la verdadera familia, la conformada por los que visten el mismo uniforme. ¿Cuántas veces un soldadito nos ha increpado en la calle diciéndonos: “Respete el uniforme”? Es que para el soldadito resulta más importante una prenda de vestir que quien la porta.

Pero hay un elemento que acrecienta aún más la eficacia de ese poder: El arma de dotación. Un uniformado sin arma es como un actor porno castrado. “A uniformado le puede faltar la madre, pero jamás su pistola”, decía un comandante a sus hombres en formación diaria. Nada más cierto. Después de todo, la madre no es familia… familia es el ejército o la policía. Lo cierto es que, si el uniforme confiere autoridad y poder al policía, el arma de dotación incrementa ilimitadamente ese poder. Lo vuelve más hombre. Ya lo dije en otra ocasión: El arma es el tercer testículo de quien la porta. Nadie ha visto a alguien con un arma en la mano acobardarse frente a otro que está desarmado. Ni en sueños.

Desde luego que los efectos que produce un uniforme de autoridad sobre quien lo viste no solo aplica a militares y policías. ¿Alguien ha entrado de visita o a realizar una diligencia a las instalaciones de una cárcel? Si no lo han hecho, pregunten y se enterarán que el personal del INPEP sí que sabe para qué se usa esa prenda dentro del establecimiento carcelario. Y ni qué decir de los agentes de tránsito municipal, personajes que no portan armas (menos mal) pero se arman de una arrogancia que es suficiente para intimidar. Créanme: si ustedes tuvieran la oportunidad de vestir como uno del EMAD, no solo se sentirían como Robocop, sino que tendrían un incontrolable deseo de salir a dar garrote y patadas, a ponerle la pistola en la cabeza a quien se atraviese, disparar contra todo el mundo, a matar (neutralizar, dicen ellos elegantemente), a acabar hasta con el nido de la perra.

De acuerdo con lo visto y percibido en estos días, un agente del orden público (o del desorden público, para ser más precisos) puede definirse como un hombre aparentemente bueno que es convertido en un abusivo gracias al poder que cree adquirir cuando viste un uniforme y porta un arma de fuego. Ese hombre, aparentemente bueno y convertido en abusivo, se transforma en asesino cuando el gobierno resuelve utilizarlo como instrumento de aniquilación de sus opositores, desvirtuando así su verdadera función que es: “mantener las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas y asegurar que los habitantes de Colombia convivan en paz”.



 

 

5/10/2020

ABUELITO

Por arte de las convenciones socio-estadísticas, he ingresado a ese grupo de personas que, de la noche a la mañana y por las malas artes de un decreto, se encuentran llenas de limitaciones, restricciones, prohibiciones repentinas. He llegado a los 70 años de edad. Y ese solo accidente temporal hace que  la gente empiece a tratarme como si en lugar de una condición cronológica, yo estuviera en la etapa terminal de una vergonzosa enfermedad. O peor aún: Como si mi certificado de caducidad hubiera vencido y fuera forzoso desechar todo. A mí y mi certificado.

Fue por eso que hoy salí al centro a realizar una diligencia y pasé en tres ocasiones junto a dos policías motorizados. Con ello buscaba, asumiendo la más infantil actitud, que detuvieran mi marcha, que me pidieran documentos, que me vieran como un objetivo al que se debe someter a escrutinio. A la tercera fue la vencida. Luego de revisar detenidamente cédula y licencia de movilidad de mi moto, el policía me dijo, con amabilidad, que debía estar en mi casa por ser mayor de 70. Con igual amabilidad le corregí: Soy menor de 70 porque sólo hasta la próxima semana los cumplo. ¿Se dan cuenta? De la  noche a la mañana, de una semana para otra tendré todas las limitaciones que unas normas me imponen de manera arbitraria, todo esto sin contar los desagradables cambios que me esperan en el trato social. 

A propósito de tratos sociales, hace diez años, cuando apenas tenía 60 añitos, entré a un almacén de la calle Sarmiento de Tuluá y una de las empleadas me recibió con un "Siga, mi amor, qué está buscando". Sentí un golpe seco en el estómago que me dobló enseguida, haciéndome rodar por el piso. Es que detesto que  me digan “mi amor”. Únicamente se lo permitiría a mi mujer  que, por fortuna para ambos, nunca se ha dirigido a mí de esa almibarada forma. Bueno, rápidamente me recuperé y me disculpé con la empleada: Perdone, señorita, pero es que no recuerdo en qué motel nos conocimos. Ese fue un golpe bajo, más bajo aún que el que yo recibí de ella. Acepté su indignación y, por supuesto. el calificativo de patán que me arrojó a los pies. Me hizo algunos reproches -en voz baja para no ser escuchada por su empleadora- pero se negó a reconocer que yo también tenía motivos para estar indignado, enojado, alterado por su tratamiento inadecuado. 

Hace dos meses entré al mismo almacén, con la seguridad de no encontrar a aquella empleada. ¿Después de diez años? Imposible. Así fue. Esta vez me recibió una joven, casi adolescente, que se dirigió a mí con un: "Siga, abuelito, qué se le ofreeeece" Esta vez sentí no solo un golpe en el estómago sino la patada de una mula en los testículos. ¿Abuelito? Confieso que me falló el arsenal de respuestas para toda ocasión y me quedé sin argumentos cáusticos para replicar. 



Si, claro: Tengo consciencia que ya no soy joven. Soy un hombre viejo. Un viejo de 70 años que ya no tiene las mismas habilidades que hace hace dos décadas. Mis condiciones físicas han disminuido. Mis fuerzas ya no alcanzan a levantar los pesos que antes levantaba como si nada. Pero no tengo problemas diabéticos, ni de colesterol. Tampoco de trigliseridos. Mi corazón sigue galopando sin estímulos eléctricos. Respiro sin necesidad de una pipa de oxígeno. Mi oído no es como el del hombre biónico, pero aún no tienen que repetirme los bochinches. En general funciono como un vehículo antiguo con buen motor. Quizá deba exceptuar la molestia que hace poco vengo sintiendo en un talón, pero a estas alturas algo tiene que molestar.  aún coordino mis ideas y puedo plasmarlas sin dificultad en la pantalla de mi tablet o de mi laptop. Lo que quiero decir es que el simple hecho de tener 70 años no me convierte en  "abuelito". Ni siquiera abuelo, pues no tengo nietos. No los conozco. Mis hijos, menores aún, están muy lejos de procrear y cuando lo hagan ya no me importará. Así que lo de "abuelito" no encaja en mí y por eso me exaspera que me lo digan, tanto como si alguien metiera, como al descuido, una serpiente cascabel en el bolsillo izquierdo de mi pantalón.

No soy asiduo de los consultorios médicos y, por eso, no me ha tocado soportar la situación que suele vivir mi madre (sí, mi madre vive y en plenitud de sus facultades mentales. Mi padre también) mi madre, que tiene 86 años, se sale de la ropa cuando alguna enfermera le habla con voz impostada, como si se dirigiera a un bebé de meses. "¡Estúpidas! ¿Acaso creen que soy retardada?" protesta mi madre con justa razón. Creo que yo también reaccionaría de igual manera si me hablaran en el idioma de los agú-agú-agú. Es que, después de todo, habremos perdido los impulsos de la juventud, pero jamás el merecimiento del respeto. 

Somos viejos. Pero nuestra dignidad sigue intacta. 


Roldanillo, 10 de mayo de 2020.

4/20/2020

Y ROBAN Y ROBAN Y VUELVEN A ROBAR

Y ROBAN Y ROBAN Y VUELVEN A ROBAR

FINAGRO es una entidad oficial de rango nacional que fue creada para otorgar créditos favorables a los productores del campo, con intereses muy bajos, plazos muy largos y condiciones de pago muy especiales. Eso en teoría, pues la realidad es que esa entidad, al igual que AGROINGRESO SEGURO del tristemente célebre presidiario Felipe Arias, es un invento del gobierno nacional y un selecto grupo de delincuentes políticos que se han concertado para saquear los recursos del Estado.

Es por eso que en estos momentos FINAGRO, cuyo presidente es Dairo Estrada, está en la mira  de la Procuraduría y de la Fiscalía General, pues en sólo tres días, aprovechando la emergencia sanitaria, la Comisión Nacional de Crédito Agopecuario aprobó la resolución 001 de 2020, el Ministro de Agricultura le estampó la firma y el presidente de FINAGRO elaboró la lista de favorecidos, logrando la hazaña burocrática de asignar el pasado 31 de marzo la bobadita de $226.000.000.000.oo (¡Doscientos veintiséis mil millones de pesos!) a grandes empresas que a continuación se relacionan:




A Avidesa, que como lo hacen los grandes evasores de impuestos tiene dos empresas con similar nombre, le asignaron $20.000.000000.oo. Los ingenios y del Cauca, en cambio “apenas” recibieron $2.500.000.000.oo y $2.250.000.000.oo Es que esos no son tan pobres.

Si don Ramón Rodríguez, quien tiene una chagrita de una plaza donde siembra productos de pancoger, solicitara un crédito en el banco, primero le pondrían todas las talanqueras, luego le pedirían cuatro codeudores y garantía de hipoteca y al final lo dejarían sin la chagra y con la deuda. En cambio, a estos “pobres” productores de pollos, azúcar, arroz y leche seguramente no les exigieron ninguna garantía y al final sus empresas habrán crecido y la deuda se habrá olvidado.

Todos podríamos decir, en  un coro tan lastimero como el de las rancheras, que estos sinvergüenza no aprenden. Claro que sí aprenden. Aprenden a que la base del pueblo, esa que cada vez se hunde más en los  abismos de la ignorancia, es manipulable, no sabe dónde está parada, vende su futuro por veinte ladrillos y un bulto de cemento y, como si fuera poco, tiene memoria de gallina clueca. Estos hampones disfrazados de políticos y empresarios roban hoy y de inmediato el pueblo muestra su indignación. Mañana todos olvidan.

Estos delincuentes de estrato 10 plus aprenden que los de estrato -0 son genéticamente masoquistas y se han comido, por generaciones, el cuento de que si crece la economía del país, crecerá la economía de todos. ¡Mamola!, como suele decir otro mentiroso. Crece la economía de cuatro familias que son las dueñas de un país que ellos consideran como su estercolero privado. Si la economía del país quiebra por causa de una recesión extrema, no pasará nada con ese ejército de esclavos fabriles, artistas del rebusque, aventureros del día a día... Esos están quebrados desde hace más de doscientos años.