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9/05/2018

Dosis mínima de pesadilla


El debate sobre sustancias estupefacientes volvió a abrirse, centrándose en el consumidor. Unos sostienen que se debe “respetar” lo regulado en relación con la dosis mínima. Otros se inclinan por la penalización sin importar la cantidad. ¿Qué hay de los microtraficantes? ¿Qué hay de los que la producen? ¿Qué hay de los que la comercializan al por mayor y la exportan? A esos nadie los menciona. Como tampoco se menciona que el consumidor no sólo es el habitante de calle o el reciclador. También lo es el universitario, el profesional, el obrero, el oficinista, el hijo de la vecina chancluda y el hijo de la señora de la aristocracia local… Muchos.

Si es un embarque de dos toneladas, se les dará un subsidio. Hay que fomentar la exportación

Vamos por partes. Tal como se ven las cosas, la propuesta de acabar con el narcotráfico atacando directamente el consumo es como creer que el cáncer se combate con pastillitas de Acetaminofén, como lo hacen las EPS. Desde que la ley 30 de 1986 implementó medidas para controlar la producción, distribución y consumo de estupefacientes y otras sustancias, el asunto no ha tenido pies ni cabeza; al contrario, ha aumentado año tras año hasta hacerse insostenible. El aumento de las hectáreas de coca cultivada a la vista de todos evidencia ese ascenso.

La ley 30 de 1986 pretendió erradicar un delito incipiente -pero ya por entonces con entidad- y terminó a la zaga de un monstruo de mil cabezas que corrompió todo a su paso. Primero fueron permeadas las autoridades encargadas de combatirlo y castigarlo. Después fueron atraídos los políticos, algunos de los cuales no tuvieron ninguna dificultad para agregar otra forma de aplacar su ambición de riqueza. Finalmente todos nos volvimos cómplices de un delito que, dentro de un proceso de valores invertidos, terminó otorgando pedigree social en una sociedad descompuesta.

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La regulación de la dosis mínima generó, desde el mismo momento de la expedición de la norma, prácticas non sanctas en la policía. Una de ellas, la de “cargar”, está vigente y consiste en detener a un consumidor, de preferencia habitante de calle, a quien le encuentran el gramo de basuco o los veinte de marihuana que constituye su dosis personal, pero que – por obra y gracia de los incentivos que recibe el héroe de la patria- se convierten en el doble o triple de lo incautado. De esa forma el uniformado gana un día de licencia por el positivo, su comandante gana algunos puntos para incrementar las estadísticas de combate al crimen y el fiscal se gana un proceso costoso, desgastante y baladí para el sistema judicial, porque el “peligrosísimo” consumidor vuelve a la calle antes que termine todo el procedimiento. Sí, sí me consta. Esa novela la conocí con repetición diaria cuando hice parte de uno de los organismos de investigación del Estado.


Agréguese a lo anterior lo de la doble moral. Todos estigmatizan al consumidor de estupefacientes, pero miran con ojos tolerantes al consumidor de licor, sustancia que también produce alteración en los sentidos, enajenamiento y alucinaciones. Nadie aplaude a quien se ufana de los veinte “surungos” o “varetos” que se fumó para lograr la traba del siglo, pero si se tiene como un titán al que saca pecho contando de la cantidad de botellas de licor con las que se emborrachó el pasado fin de semana. ¿Hay alguna diferencia? En realidad no la hay. El consumidor de estupefacientes lo hace en la clandestinidad, así la ley le permita una dosis mínima que puede repetir cuantas veces le de la gana. El consumidor de licor, en cambio, lo hace amparado por la ley. Aún más: Los gobernantes tienen fábricas y estimulan su consumo. Mejor dicho: Lo mismo, pero diferente. El uno es un degenerado. El otro también, pero es un degenerado más aceptado por nuestra hipócrita sociedad.



Pongámonos serios. El problema no sólo es el consumidor. Éste es apenas el último eslabón de una cadena que nos ata a todos sin excepción y la cual es necesario romper.  Pero si quieren acabar con el consumo, las autoridades -comenzando por el Presidente- deben emprender una cruzada contra los productores, los microtraficantes, los comercializadores a gran escala. Si quieren acabar con el problema, digo. Y si pueden, claro está.