Produce hilaridad el cambio de actitud de aquellos que decidieron no retrasar más el lanzamiento de su candidatura al cargo más codiciado en las entidades territoriales: el de gobernante, ya sea de la Nación, del Departamento o de cualquiera de sus municipios. Ellos, los candidatos, se tornan en extremo simpáticos, accesibles, generosos, abiertos a cualquier posibilidad. Escuchan con asombrosa atención a su potencial elector, estrechan las manos de los desconocidos, adquieren el don de la ubicuidad pues se los ve en toda parte y ocasión y en compañía de los más variados personajes, conceden el honor de visitar las casas más humildes, no tienen inconveniente en sentarse en el taburete cojitranco de don Nadie… en fin, exponen todas esas cualidades que uno quisiera que conservaran por siempre. O al menos durante el período de su administración. Pero la realidad es bien distinta. A partir del día en que toma posesión, el elegido cambia de manera radical su actitud amable y su naturaleza humana: frunce el ceño, primero como demostración de la gravedad de digno cargo y luego como señal de fastidio hacia aquellos que se sienten obligados a devolver el manoseo. Ya no escucha con atención; es más: ya no entiende ni se hace entender. Se esconde de sus electores, exige citas previas para una charla de cinco minutos y la mano sólo la extiende para cerrar negocio con los contratistas.
Eso ocurre ahora y ha ocurrido históricamente. Sin embargo, el libreto se repite como si fuera una presentación de circo. Sólo cambian los nombres y los rostros de los actores, pues las actitudes son las mismas y los electores son los de siempre. ¿Por qué, entonces, continúa la comedia? El intento de respuesta amerita varios ángulos de reflexión.
Uno podría pensar que el 90% del potencial de electores en Colombia está constituido por esa masa amorfa y maleable que puede ser manipulada al antojo de todos los políticos. Pero esa es una verdad relativa, pues es suficiente con escuchar al lustrabotas, al taxista, al obrero, al desempleado, a la gente del común, para saber que todos tienen un mínimo de noción sobre la realidad que los rodea entre elección que pasó y la elección que se aproxima. “Son los mismos con las mismas” se oye decir. “antes de elecciones son unas mansas palomas pero después se vuelven unos buitres” se escucha con frecuencia. “Con todos no se hace ni un caldo” es el decir general. Esa percepción popular que apunta hacia la total desconfianza por la clase política se diluye el día de comicios cuando todos los críticos de cafetería madrugan a rayar la cara del que le señalaron con anticipación, pues no se trata de votar por el candidato con mejores propuestas sino por el que el directorio impuso o el vecino con intereses en un puestico viene insinuando con insistencia.
Digamos que esa es la falta de coherencia que nos caracteriza y nos muestra como depositarios de todas las contradicciones. “Con todos los políticos no se hace un caldo”, pero tenemos que votar por ellos porque ya nos comimos la micro-remesa y la cajita de lechona o la platica que nos dieron. Triste realidad. Ese billete de $20 mil o $50 mil -según la calidad del marrano- que los sacamicas del jefe político entregan doblado al estilo de las papeletas de basuco -lo que no es una coincidencia- se convierte en la obligación de ir a las urnas y devolver el favor. Flaco favor que no es tal.
No nos llamemos a mentiras. En este país, donde son los delincuentes quienes le ponen precio a todo, incluso la democracia tiene un valor sujeto a la oferta y la demanda que se formaliza con la cesión de derechos. Por eso todos tenemos bien claro que quien vende su voto no tiene derecho a exigir nada, excepto la viciada paga. En cambio el político corrupto, que ya obtuvo lo que quería y a un costo mínimo, queda con todas las prerrogativas y algo más: con un respaldo de apariencia democrática que le da patente de corso para meter las manos en el codiciado saco del erario. Y ya no tiene que hacer promesas mentirosas de campaña. El paquete de la transacción corrupta las trae incluidas.