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1/31/2018

Los viejos

De las facetas de la vida, una de las más dramáticas es aquella que nos pone, ya en los últimos recodos del camino, a devorar a dentelladas un plato de recuerdos, convertido en el único nutriente del que se debe echar mano, como lo hicieron aquellos errantes con el metafórico maná llovido del cielo.
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Parece que el paso de los años viene aparejado con esa práctica tan propia de los que hace rato dimos vuelta a la primera guasca y vamos disminuyendo en vigor pero ganando en memoria lejana. (por si no lo sabían, guasca, en el argot billarístico, son las cincuenta fichas ensartadas en una cuerda que se van corriendo en la medida en que se ejecutan las carambolas en una tacada). 

Ya ustedes habrán visto los grupos de viejos que a diario se da cita en los parques de todos los pueblos del mundo. Y habrán notado cómo se reúnen los mismos en el mismo lugar, ocupando el mismo sitio en la misma banca y, claro está, hablando de las mismas cosas. Lo que usted no sabe es de cuáles mismas cosas hablan los viejos. Pues bien, los viejos son restauradores profesionales del tiempo. O dicho de otra manera: 


Sólo a eso. Quienes crean que esos grupos se conforman para intercambiar experiencias, están errados. Los viejos, gremio al que pertenezco, no cogen experiencia. Nadie coge experiencia... lo digo por experiencia. La verdad es que la sociedad en la que nos hemos aconductado siempre nos está enrostrando eso de la experiencia. "Vea, mijo, estudie y consiga un trabajo, pero no lo suelte para que sea alguien con experiencia en la vida" es lo que nos dicen desde temprano. Pero sucede que uno consigue trabajo y dura años ejerciendo el mismo oficio (porque también nos tragamos el cuento de la "estabilidad") y ya a punto de jubilarnos nos damos cuenta que en realidad tuvimos un año de experiencia y cuarenta o más años de repetir la rutina. Porque la experiencia, en resumen, no es más que la oportunidad que nos dan los años para seguir improvisando con más autoridad y, por lo tanto, con más seguridad. Y aquí viene otra realidad que termina convirtiéndose en una iconoclastía que eludimos como el excremento abandonado por el mejor amigo del hombre: 



Eso sí: desde que nacemos nos tintinean la cháchara de que tenemos toda la vida para aprender. "Están crudos", nos dicen, con evidente perversidad, en la primaria. "Uno nunca termina de aprender", nos recuerdan, con la misma perversidad, después de obtener el título universitario en cualquier cosa. Es verdad: Tenemos toda la vida para aprender, pero nadie nos aterriza haciéndonos notar que sólo tenemos unos pocos años para practicar.  Tal vez por esa razón me tomé siete años en hacer la primaria, once años en hacer el bachillerato (usted sí salió súper-preparado, me decía mi madre en tono de burla) y once años tratando de ser doblemente profesional, ésto como un último acto de revanchismo académico. ¡Toda una vida de academia! ¿Y de experiencia? El otro poquito de mi existencia.

Claro que ser viejo tiene sus ventajas, empezando por la más preciada: Los viejos pueden decir lo que le dé la gana y cuando dicen idioteces -que es casi siempre- ni siquiera se ruborizan. Antes sabían que harían en sus próximas tres reencarnaciones: trabajar, trabajar y trabajar. Ahora improvisan la cotidianidad y su única preocupación es... sí, coger camino al parque. Además, han desarrollado el sentido de la percepción (malicia, le llaman otros) y de aquella ingenuidad infantil cuando la enfermera les hablaba con mimos para asestarles un chuzón, han pasado a la certeza senil de que hay que empezar a despedirse de este mundo cuando el médico les habla condescendientemente poniéndoles la mano sobre el hombro.

Por supuesto que ser viejo tiene algunas desventajas... muchas si uno no sabe envejecer. Por ejemplo, cuando se han acumulado muchas millas, es inevitable no arrastrar los pies. Eso puede tener una explicación científica: los zapatos pesan más; de ahí que los viejos no gastan afanes y se acostumbran a caminar con lentitud. De otro lado, empiezan entusiasmados con un tema y, como si nada, siguen con otro y con otro y luego con otro. Eso también tiene una explicación: No es que divaguen o las ideas se les vayan sin aviso; es que las mandan a explorar otras posibilidades. Y así, más o menos, en otros aspectos, incluyendo el sexual, tema tabú excepto para las mofas y los chistes flojos.

Por último -aunque no es lo último- los viejos, como previendo el olvido a que son sometidos los muebles desvencijados, terminan ignorando el presente. Aunque todo tiempo pasado no fue mejor, ofrecen una resistencia férrea a las novedades. No les importa. Esa circunstancia es aprovechada por el alemán, personaje de siniestra presencia que les taladra el cerebro y los deja navegando en un mar de incertidumbres. Remato, entonces, con este cartelito: